viernes, 29 de febrero de 2008

En nombre de la muerte












En nombre de la siempre sombría muerte han nacido bellas cosas. Por ejemplo, el fresco pintado en la iglesia de la Santísima Trinidad, en Florencia, por Domenico Ghirlandaio, en 1482, y que representa la Resurrección de un niño. El Renacimiento es uno de los períodos más importantes del arte de occidente. Intentar abordarlo es enfrentarse a un volumen nada despreciable de genios y genialidades. Desgraciadamente, el inventario de nombres y conceptos que lo describen implica, usualmente, un ordenamiento preciso, donde celebridades y fechas arman un puzzle más bien difícil. No obstante, por el hecho de ser uno de los períodos sobre los que más se habla, es uno sobre los que menos se sabe. O peor, se sabe cada vez menos, en la medida que más se habla. Algo similar a lo que ocurre con la muerte. Basta con leer algunas páginas de cualquier libro de Eugenio Garin, erudito italiano –quien vivió prácticamente todo el siglo XX– dedicado a temas de la transición entre el Medioevo y el Renacimiento, para darse cuenta que la filigrana confeccionada por la mano de artistas y pensadores, a veces es borrada con el codo de algunos resúmenes historiográficos más bien toscos. Como si las palabras pudieran ser tormentas de arena que cubren grandes zonas de la topografía simbólica humana, simplificando los relieves más trabajados. Esto se hace manifiesto en el hecho que, en algunos casos, especialmente del Renacimiento, su difusión, más que ayudarnos a ver las obras y acercarnos a las fuentes, nos acostumbra a ciertas formas vanas de certeza. Espejismos de un universo polimorfo e inasible que reduce la manufactura infinita de objetos e imágenes a programas con un principio y un final claro. Para resumir, obviamente –es imposible no caer en la misma figura que acuso, por algo me motiva escribir a partir de ella– lo que se plantea es, más que nada, la imagen del renacer de algo. Cuando, en realidad, nunca su ánimo había muerto. La voluntad historiográfica por descubrir cosas perdidas y revividas, ensalzando nombres, ha hecho que se piense que otros períodos, como el Medioevo, desconocieran un pasado glorioso previo. Es así como surge la idea de un renacimiento en nombre de la vuelta a la vida de algo muerto, cuando no es sino el eterno modelo humano con el que respondemos a la voluntad necesitada de la muerte como medio para comprender la lógica de la muerte. Para saciar este deseo se bautizan estantes y ficheros con la claridad de un sepulturero. Muerte y renacimiento entonces, pueden aparecer más bien como un olvido, el que estaría a la base de nuestro sistema general de conocimiento. Esto que digo no es nada nuevo. Es así cómo, en nombre de la muerte, se han cobrado tantas vidas en el mundo de las formas. Aunque, para dar por muerto el Renacimiento y entrar en la Modernidad, debemos nombrar el mayor malentendido en términos de fallecimientos y resurrecciones, que se lo lleva –¡Sin duda alguna señores!– el enigma hegeliano de "muerte del arte". De paso, podemos apreciar el profundo nivel de animismo que ronda el tema. Sin embargo, digan lo que digan, cada mañana, en la redonda y permanente mañana del mundo, el ciclo se reinicia, demostrándonos que la muerte no es más que un ritmo. Un paso que no logramos aprender a seguir, donde se manifiesta rotundamente el hecho que eso de la danza no era sin más una metáfora. No obstante la variedad de tópicos artísticos hay algunas prácticas que tienen que ver profundamente con la muerte, porque más que denunciarla o eludirla con «divertimentos» –recordando a Pascal– éstos la anuncian. Se trata de la epigramática, tradición clásica que remite a las inscripciones encomiásticas, unas más poéticas que otras, y que en la forma del epitafio, es decir en su uso funerario, encuentra su máxima expresión. Breves y agudas, su nombre lo dice, epitafio, epigrama, epicedios, todos llegan después de…














La tradición humana de anunciar la muerte de un miembro de la comunidad, es algo que tiene su historia. En Italia, dentro de otras manifestaciones con este mismo fin, existe una tradición particular que salta a la vista del transeúnte. En las calles podemos encontrar, en lugares especialmente habilitados para esta práctica, afiches que anuncian el deceso de una persona. A veces es el nombre y una frase que lo despide, en otras, su papel social o laboral; es decir si fue abogado, médico o un conocido ingeniero. Un día, al llegar a la universidad, me encuentro con una serie de estos carteles pegados en un vidrio, los que más que anunciarme la muerte o recordarme el arte del epitafio mismo, me hicieron pensar al arte contemporáneo y sus «operaciones» (como suelen llamarlas los especialistas). Así es el inconsciente o, más bien, el consciente del paseante, sobre todo después de haber leído y subrayado el ensayo de E. H. Gombrich titulado "Imagen y palabra en el arte del siglo XX". Los afiches, tal como muestra la fotografía adjunta, dicen: PADRE, MADRE, MAMMA, NONNA, etc. Cada uno es propuesto según su situación genealógica y,, por cierto, por su nombre y apellido. Para volver a lo del arte, esta serie de carteles me pareció una instalación, y, por lo demás, muy bien lograda.
La imagen que resulta es estrictamente la de un esquema en sus tres acepciones: 1. Representación gráfica o simbólica de cosas materiales o inmateriales. 2. Resumen de un escrito, discurso, teoría, etc., atendiendo solo a sus líneas o caracteres más significativos. 3. Idea o concepto que alguien tiene de algo y que condiciona su comportamiento. Esta confirmación filológica me pareció suficiente evidencia de la asociación con el modelo freudiano de comprensión a través de conceptos que me sugería. No me refiero sólo al establecimiento de un esquema genealógico de los agentes de la vida cotidiana, sino al advenimiento mismo de la exigencia advertida por Freud durante la formación del psicoanálisis como disciplina, y manifiesta en el hecho de pasar de las imágenes fisiológicas a los esquemas lógicos o lingüísticos.



En este caso particular sugiero comparar el dibujo que representa la disposición de las neuronas y nervios bajo el microscopio, y un diagrama perteneciente a los manuscritos preparatorios para el texto sobre la melancolía de 1865. Ambos, presentados en una exposición admirable en la Academia de Medicina de la ciudad de Nueva York en el año 2006. En estos ejemplos se ve con claridad lo que este movimiento lingüístico implica, especialmente si pensamos en el ejercicio que perfeccionaba la terapia a través de la palabra y condensado en la así llamada: «cura por la palabra». Expresiones como: lo que se ha perdido, lo reprimido, lo que yace oculto, son términos que solemos oír como parte del discurso psicoanalítico. Al mismo tiempo que, por la condición de revelación a vista del paciente, y de paciente manifestación a los ojos del terapeuta, la práctica de leer en las palabras remite a una dimensión similar a la que describimos para el arte del siglo XV y XVI.
El renacimiento del Renacimiento, permitió que lo que estaba oculto reapareciera. Como si el medioevo fuese la muerte y lo que hubiese muerto, renaciera con el renacimiento de las obras y las palabras dadas por muertas. Para dicha resurrección es necesario que sea removida la lápida que cubría la sepultura, hecho que vuelve inútil el epitafio lapidario inscrito, porque: el después del después es siempre un de nuevo. Un renacimiento. Sin embargo, en el caso de los esquemas freudianos, la frase breve y aguda, es decir el epigrama, tiene como objetivo, más que la frase ingeniosa, propiamente, el teorema. No obstante, como podemos ver, estos objetos encontrados, los carteles-obituarios de las calles de Italia, parecen componer además de una obra encontrada (un objet trouvé), un sueño psicoanalítico hecho realidad. La serie de palabras: Madre, padre, padre… y más abajo… madre, hermana, mamma, figlio…; ofrecen el croquis de un panteón genealógico. Es más, parece el eco diagramático de un narciso universal que ha decidido salir de su propia imagen para pasar a reconocerse en las palabras. Pienso en la figura del artista que dispone los objetos, las palabras, con un fin preciso, sin embargo, en el caso de este antiguo arte, que pasó de la piedra al papel, del túmulo al impreso, me parece que hay un acento que recuerda la carga afectiva de estos roles. La mayúscula, MADRE, PADRE, como si quisieran acentuar un valor visual proporcional a la carga afectiva que los unía. Al margen. Si se fijan bien en la fotografía de los afiches verán que uno de ello anuncia el sensible fallecimiento de la suegra de un distinguido profesor. Claro que, en ese caso, la palabra Suocera está escrita en cursiva y sólo la primera letra en alta. Tal vez, de ella, su sensible yerno no espera un renacimiento. Como sea, la muerte ocupa el mundo y, a pesar de los lamentos particulares y personales, que los tenemos todos y sufrimos cada uno, ante ellos, el mundo es insensible. Solos con nuestro dolor, por lo general, sólo nuestra perspectiva del dolor es la que cuenta, olvidando el hecho que el mundo, aquello que alimenta su energía vital, es precisamente la pérdida constante de sus componentes particulares. Hoy tú, mañana yo, hoy la madre, mañana el padre y pasado una abuela, un hijo, un abuelo, etc. No obstante, conocer estas leyes de la física de la metafísica humana: nos lamentamos, lloramos y nos quejamos. Más que con gestos, como las antiguas costumbres de las «lloronas», con palabras. Largos y profundos discursos que intentan pasar de la figura perdida a la palabra resucitada. La costumbre italiana de la letra imprenta que intenta expresar gráficamente el dolor autobiográfico, pasa a integrar el esquema general del lamento, enfrentándonos al dolor de los demás. Estas series de carteles obituarios me parecen una costumbre más bien estoica, donde en el gesto colectivo dejamos de pensar que el propio dolor el más importante y mucho menos el primero. Estas series visuales que "llaman a muertos" demuestran que todos vivimos lo mismo, son un espacio democrático de dolor, donde no hay privilegios. Una retícula estoica en la que se afirma la regla del juego de la vida: para que pueda haber renacimiento, más que morir algo, debe permanecer vivo en una memoria activa, más que en un lamento pasivo. Recordándonos a Gramsci –otro italiano– y su proyecto del «intelectual orgánico», participativo, pienso en algo así como un deudo, un «pariente orgánico», opuesto a la figura de quien se lamenta preguntándose por su dolor, como si fuera el primero en el mundo. Pienso en la figura romántica del poeta postrado en su desaliento. Aunque, hay que decirlo, ese lamento, más que romántico, se da más en los ateos que en los teos. Como si los materialistas por excelencia desconocieran la lógica causal que encierra el juego del mundo. Sé que puede parecer un arribismo estoico de mi parte, pero es así. La madre de mi madre falleció la semana pasada, a pesar de ser una ferviente creyente, era estoica. Sí, una señora de su pueblo, que si hubiese vivido en Italia tendría un afiche como los que describo. Su epitafio, diría, ABUELA. Y lo que propongo en este texto, la idea de un pariente activo es parte de su herencia. Fue una pariente orgánica hasta pasados los noventa. Quién sabe si la razón es que para quienes han olvidado la organización de la vida y sus riesgos, al perderse la estructura jerárquica teísta, no quedara sino culpar directamente a una figura abstracta por la pérdida. El incrédulo, al no hallarla, pasa directamente al lamento subjetivo que –tal como decía– olvida el dolor de los demás y las riquezas particulares que solo ésa falta permite, reemplazando la figura que se ha perdido por quejidos pre-lingüísticos sin esquema. Quedándose en las topología del «yo» más primario. De manera que, en vez de ir a poner su cartel con su pena nominal y democrática, junto a la penas de los demás, se queda en su narciso que, llorando sobre una charco de lágrimas, llora por sus propias lágrimas.

Perugia, febrero 2008

domingo, 17 de febrero de 2008

Panoramas de una Biblioteca Augusta

La biblioteca comunal de la ciudad de Perugia, Italia, está a 493 metros sobre el nivel del mar. Seguramente, es una de las más altas en la que se pueda estudiar. Ofrece a sus usuarios vistas espectaculares. Desde la Piazza Rossi Scotti, al final de la escala de doscientas gradas, se puede ver el barrio de la Università per Stranieri, al fondo, Porta Sant'Angelo con su torreón y el cono perfecto del templo del mismo nombre, con los cipreses que lo rodean. Desde las salas de lectura del piso superior, se ve claramente el valle del noreste de la región y, dependiendo de la claridad del día, esta visión puede alcanzar un nivel de detalle más bien pictórico que fotográfico. La biblioteca está ubicada en el Palazzo Conestabile, construido cerca de 1630, en Porta del Sole. Esta es una de las casi treinta puertas que la ciudad posee y que, en conjunto, dibujan una escala de tiempo intensiva. Desde los asentamientos etruscos anteriores al siglo VI a.d.C., hasta algunos acentos neoclásicos de mediados del XIX. Los salones del palacio fueron abiertos a la discusión literaria y científica de la mano de Maria Bonaparte Valentini, en 1849. La colección comienza con la donación del humanista perusino Prospero Podiani, quien en 1582 ya había atesorado un número aproximado de diez mil volúmenes. Actualmente el fondo llega a casi cincuenta mil. Desde 1623 la Biblioteca Augusta está abierta al público y, en este palacio en particular, desde 1964, cuando el conde Conestabile lo cede a la comuna. Sin embargo, con toda esta información, la que se encuentra disponible en la página del catálogo digital del propio centro, sólo busco generar el marco referencial para alojar una asociación que se puede aplicar a cualquier biblioteca pública del mundo. Aunque quisiera insistir en el hecho que el acceso a ésta en especial, hace que su frecuentación coincida más con la descripción de una peregrinación o el ascenso a la cima de los Apeninos o los Andes, que con la imagen del intelectual sedentario, y advertir que para llegar a dar vuelta la primera página de uno de los libros de su colección, primero hay que recuperar el aliento.
En fin, la pregunta de fondo que explica todo este recorrido es: ¿Por qué las bibliotecas públicas siempre son frecuentadas por un porcentaje de personas que han perdido la razón? Esto, afortunadamente siempre en menor proporción que los cuerdos, representados por estudiantes e intelectuales que, sometidos al rigor del silencio colectivo, escuchan las voces que salen de los libros abiertos. Sin embargo, como es evidente, no es fácil distinguir quien es quien en esta escena. El teatro ya se ha encargado aplicadamente de tal confusión y no creo que sea capaz de aportar otro ejemplo a los clásicos. Lo que sucede es que varias veces ya, en este alto lugar, he coincidido con un personaje que, estoy seguro, está del todo en otro espacio-tiempo y, contemporáneamente, comparte conmigo el contexto: la biblioteca. Sé que éste es uno de los primeros indicios vividos por quien ha perdido efectivamente la razón, proyectando en los demás ilusiones de desorden y falta de correspondencia. Pero esto que describo es una realidad, o quizás solamente lo sueño, para continuar con las alusiones a los giros más recurrentes de la literatura y el arte. Locura, sueños y libros. Pero tal como lo precisó Artemidoro en el siglo II d.C, en su Interpretación de los sueños, existen los que podemos definir como visivos y los alegóricos. Los visivos se viven tal como fueron soñados, los alegóricos son aquellos que revelan su significado a través de enigmas. De modo que no busco saber si esto es una proyección, me refiero a la de la presencia de personas que han perdido la razón en la biblioteca, o no. Porque, nadie podrá negar que los locos y las bibliotecas son como los libros a éstas, es decir necesarios. El personaje que describo llega parsimoniosamente, tal como cada uno de los cuerdos, con su cuaderno de notas, y pide en consultación dos libros -no especialmente voluminosos- siempre los mismos. Uno es azul, un breve tratado de ciencias políticas; el otro, negro con amarillo, que anuncia en su lomo la promesa de transmitir los secretos de Windows 95 sin esfuerzo. Estamos en el 2008 y hay varias versiones del programa computacional de por medio, lo que lo margina de lo que podríamos llamar una discusión bibliográfica actualizada, a no ser que estemos ante un arqueólogo digital. En estos ambientes todo puede ser. La mezcla de ambos compendios es, por decir lo menos, onírica. Descartes soñó con dos libros, en aquellos fundamentales episodios de la noche del 10 de noviembre del 1619, claro que se trataba, en ese caso, de un importante diccionario y una antología de poesía: Corpus poetarum, publicada en Lyon en 1603. Es decir, dieciséis años antes que el sueño de Descartes y, comparativamente, tres menos que la anacrónica versión que revisa mi excéntrico colega, y que me sirve de prueba para su diagnóstico definitivo. Sin embargo, en este caso, sueño o no, el personaje de la biblioteca es la perfecta combinación entre un sueño visivo y uno alegórico. Visivo, porque lo veo ahí, frente a mí, y alegórico porque en todas sus acciones veo reflejada, enigamáticamente, la ceremonia que funda la supuesta diferencia entre el cuerdo y el loco. Para se más preciso, entre el loco y el sabio. Dedicado, con acuciosidad, como el más preparado. Espejo de las acciones de quien goza de juicio y perfeccionista en los remedos de una metodología científica exacta. Pero Freud ya lo dijo de Artemidoro, cuando calificó la obra clásica como la más rica y atenta interpretación de los sueños según las creencias populares del mundo grecorromano: no hay cómo saber cual es la interpretación correcta, lo importante es intentarlo. Es decir, autoanalizarse. Tal como le recomendó el psicoanalista vienés -para volver a Descartes- al curioso que, queriendo conocer del inconsciente del más consciente de la modernidad, y de paso poner a prueba la nueva teoría psicológica, le solicitó tendenciosamente la interpretación de aquella serie de sueños cartesianos. Freud respondió que el trabajo ya lo había hecho el propio Descartes al analizarlos y al sugerir incluso un título inspirador para el cuaderno donde los copió: Olympica. Por esta misma razón la explicación que intento de mi vivencia no importa si es acertada o no. Tal vez no es más que un eco, el reflejo feroz de la circunspección de quien, con dedicación, ficha, revisa, compara y coteja, con científica claridad, cada componente de sus inconducentes hallazgos. Sin embargo, creo que nunca resolveré quien es el sabio, me evado del reflejo de aquel mimo -los evito por principio- que hace de intelectual, y me quedo en las maravillosas vistas que la ventana de la biblioteca ofrecen. Aún queda algo de luz y eso permite que los cristales no se vuelvan espejos. El horario invernal es desde las 8.30 de la mañana hasta las 18.30 en la tarde.

Perugia, febrero 2008.

sábado, 16 de febrero de 2008

La muerte de las cosas

En la ciudad de Lecce, Italia, la Piazetta Carducci está coronada por el busto del poeta italiano del XIX, quien, amputado en su formato, se apoya en un plinto de base angosta. El espacio abierto por el edificio no es muy grande. Salvo la plaza del Duomo y Sant'Oronzo, los espacios abiertos al interior del centro histórico, todos de piedra, no son muy amplios. Una forma de explicar esto, es que el interior de la ciudad está diseñado efectivamente como un interior. En el costado derecho de la columnata neoclásica, un gran afiche convoca a la exposición titulada "Scultura di età barocca tra Terra d'Otranto, Napoli e Spagna". En una ciudad característicamente monócroma la intensidad de los tintes digitales del pendón resaltan vivamente. La piedra, pietra leccese, utilizada en las construcciones hasta comienzos del siglo XX, es de un ocre lácteo (la utilización un tanto rebuscada del sinónimo busca evitar la homofonía con el término original en italiano que da nombre a la ciudad). Primitivamente el edificio que aloja la muestra era una iglesia vecina al convento Palmieri, llamada Chiesa di San Francesco della Scarpa, también conocida como "la iglesia sin fachada", debido a que ésta fue absorbida por las columnas de la plazoleta refaccionada a fines del XVIII. La muestra en sí está compuesta por un grupo de esculturas religiosas del siglo XVI y XVII, la gran mayoría de ellas en madera policromada, algunas en plata y cobre dorado, las menos, en piedra pintada. La disposición en que se encuentran configura un espectáculo de seres detenidos en el tiempo y, por qué no decirlo, en el espacio. Las imágenes parecen vivas, aunque habría que decir que están vivas. La iglesia, que data originalmente del siglo XIV, acoge perfectamente el grupo de figuras y, sabiamente a mi parecer, sigue coronada en el ábside, tal como cuando aún servía de iglesia, por una escultura colosal de San Francisco, recordando la leyenda que dice que el santo habría dejado en este lugar uno de sus zapatos, cuando se alojó allí de regreso de su viaje a Tierra Santa, con motivo de la quinta Cruzada (c.1219). La serie impresiona al visitante desde el acceso, y el espectáculo que ofrece la procesión de desconocidos boquiabiertos se vuelve otra parte de la muestra. La mayoría de las figuras son de tamaño natural, también hay una serie de bustos-relicarios que, aunque apoyados sobre plintos, mantienen una medida cercana a la real. Otra cosa que resalta, en algunos casos, es que para una mejor caracterización del ilustre personaje representado, los escultores complementaron las figuras, casi reales, con objetos reales: espadas, una cuerda para el sayo, cascos de metal para los arcángeles, bisagras para las alas de los ángeles e incluso unos ocurrentes aros para una virgen. No puedo dejar de pensar en Duchamp y Rauschenberg y en todo lo que se ha escrito sobre la irrupción de lo real en el arte contemporáneo. Por cierto, en este caso, barroco, el objeto no ha sido dislocado, sigue siendo lo que su definición como palabra y cosa designa. Sin embargo, no deja de sorprenderme precisamente la posibilidad de volver a pensar el juego entre concepto y cosa en el arte, a partir de estas figuras, y los elementos reales que las complementan. Sin olvidar que esto ya es apreciable en ejemplos aún más antiguos, como aquella imponente sacerdotisa Isis, del siglo I d.C, que está en la colección de la Galería Borghese, y que alza en sus manos de mármol objetos de bronce. El prestigio que ronda los ready-made ya históricos y la adoración con que son dispuestos en los museos de arte contemporáneo, y también el panteón de los índices hagiográficos del arte actual, de la figura encarnada al objeto desplazado. Haciéndose presentes en la discusión, muy al pasar, figuras como el sofista Filóstrato hasta el artista Joseph Kosuth –rima incluida y veinte siglos que los separan– pasando a su vez por Dun de Scoto, aprovechando el nominalismo implícito en estos tránsitos. Pero abandonemos esta senda porque nos desvía del recorrido por estas salas de la muestra de esculturas religiosas del barroco leccese.




Las obras están restauradas y conservadas, sin embargo, hay una característica que destaca particularmente. Algunas de ellas, años atrás, fueron invadidas por las termitas. Los agujeros, perfectamente elaborados, resaltan por la sombra exacta y profunda de sus bordes. Cada una de las esculturas implica un diseño del termitero que la pobló. Una negra constelación de puntos que recuerda las guías que utilizan los escultores para la transferencia de las medidas de los cuerpos, llamadas repères (en francés: referencia, marca) y que, para dar un ejemplo, enrarecen el rostro de Napoleón o el maravilloso cuerpo de Paulina Borghese Buonaparte reclinada semidesnuda en su triclinium, como Venus vencedora (1804-1805), de Antonio Canova. Esta vez, de la mano de los insectos, las marcas están dispuestas de manera aleatoria, como si en vez de reorganizar la intersección de los puntos de un polígono regular, atravesado por decenas de aristas, guía volumétrica de la retícula visual que usa el escultor, se hubiese perdido el orden y, más que parecer el retrato de un santo, parecieran las cicatrices de un peircing intenso o los tatuajes de una tribu lejana. Otra asociación inmediata, que no puedo dejar de mencionar, son los gráficos ópticos de Alfred Yarbus con los que, este estudioso de la percepción, demuestra los recorridos que realiza el ojo ante cualquier objeto, antes que podamos decir que es una cosa y no cualquier cosa y, de ahí, un nombre. Es bien conocida la ilustración sobre el reconocimiento ocular, realizada por Yarbus en 1967, precisamente sobre una escultura, el busto de Neferitis, la que cubierta de puntos, como si se tratara del mapa transoceánico del tráfico de una línea aérea, mantiene su perfil incólume. Afortunadamente, estas figuras barrocas han recibido un baño purificador que asegura su vida como objeto. Son algo así como momias de un cuerpo que nunca ha muerto, porque nunca tuvo vida, pero que tiene la fuerza de la vida. Los insectos que las habitaron, para decirlo sin eufemismos, representan nuestros gusanos, los que llevan al polvo la carne de estos modelos de madera. En general, asumimos que las figuras no mueren, pero creo que en este caso, representan los vestigios de la vida de las cosas, es decir, la marca del espacio y el tiempo que alcanzaron mientras compartieron un mundo común con los mortales. No quiero referirme al personaje de Pinocchio, aunque podría ser una línea de lectura para la vida de estos objetos. La serie de bustos-relicarios realizada por Benedetto Siculo entre 1624 y 1633, lo demuestra. Mientras, al frente, entre otros bustos, las láminas de plata han protegido perfectamente a Santa Irene de Giovanni Battista Gallone (1617-1625), manteniéndola intacta (en el estricto sentido de la palabra). Las miradas, los gestos, todo es acción en el conjunto, mientras, al mismo tiempo, las figuras se mantienen aisladas: es así la vida de las cosas. Acción detenida en un tiempo detenido, figuras puestas en libertad en el espacio de exhibición contemporáneo, laicizado, sacadas de sus nichos. Sí –bien digo– nichos. Insisto: son muertos traídos de la vida eterna de las imágenes, sacados de sus fosas para ser emplazados en la distancia y nitidez del plinto del museo, rompiendo el espacio votivo por el de exposición. San Fortunato con su túnica dorada más bien parece un senador romano. De pie, la audiencia, fiel a su condición, ya no espera la palabra, ni el gesto, ni el milagro. Estas figuras se han debilitado porque el espacio de presentación que hoy conocemos y compartimos está marcado por el gravamen de la figura del autor. Éstas son hoy medianamente anónimas, queda la figura, el relato, pasando delicadamente de la vida de los santos a la eternidad de los objetos. Encarnando problemáticas que también son apreciables en los museos de cera, que vendrían a ser un espacio intermedio, el que coincide en muchos aspectos y técnicas con la escultura religiosa, a pesar que la ceroplastía, por momentos, tiene otras intenciones. La devoción es innegable, sea el museo como la iglesia, en la carne o la carnación material que la ilustra, es visible para el visitante aquella voluntad de eternidad que emana aún de estos cuerpos.

Lecce, enero 2008.

lunes, 11 de febrero de 2008

Nuevas antigüedades


Mario Praz en uno de sus libros en que trabaja el problema del barroco (porque el Barroco es un problema) escribe una frase muy certera: "Los cataclismos pueden dar lugar a descubrimientos arqueológicos destinados a deleitar al mundo, como aquel que recuerda una famosa frase de Goethe a propósito de los descubrimientos de Erculano y Pompeya; pero también puede ocurrir lo inverso, es decir que descubrimientos arqueológicos den lugar a cataclismos"(1) . De este modo, el erudito italiano da cuenta, con la agudeza que lo caracteriza, de las transformaciones que sufrió la ciudad de Lecce, Italia, al extremo de la gran península, «la Puglia», debidas al descubrimiento y posterior excavación del anfiteatro romano, ubicado en pleno centro histórico (ver fotografía). Actualmente podemos visitar el lugar y apreciar las pruebas materiales de las queja de Praz, quien describe la demolición de una importante cantidad de edificios del siglo XVII para hacer espacio a la excavación. Pasados al menos treinta años de la publicación del libro que incluye el ensayo «prazesco» sobre de las tierras de Otranto, quisiera dar cuenta de una asociación posible con la metáfora arqueológica que es pieza fundamental para el psicoanálisis freudiano. Esta relación está motivada por la coincidencia, totalmente fortuita –inconsciente mediante– de una visita a la ciudad, la lectura del texto de Praz y del catálogo de la muestra realizada por el museo Freud de Londres, con una selección de la colección de objetos de arte antiguo del psicoanalista.
Lecce, a manos de sus habitantes, tal como acusa el escritor romano, no tan solo reemplazó algunas de esas construcciones complejas, catalogadas como barrocas, por edificios de estilo fascista como afirma, sino además, a manos de nuevos arquitectos que vinieron después, profundizaron el cataclismo implícito en la destrucción de la escala general de la ciudad. Sin embargo, no quisiera generalizar respecto de toda la arquitectura de la segunda mitad del siglo XX, no es mi intención deducir que algo comparte toda el diseño contemporáneo de estructuras habitables con esa herencia fascista que pareciera filtrarse en los muros-cortina, la cultura del reflejo, la transparencia y el horror al ornamento. Simplemente busco reflexionar sobre el problema de la convivencia de distintos tiempos en un mismo espacio, de lo que este sitio es un ejemplo claro. Esta situación, la de tiempos anteriores en espacios coevos –es obvio– no tan sólo la vivimos en lo arquitectónico, hay otras dimensiones donde se hace manifiesto esta confluencia. Donald Kuspid describió, en el artículo que hace de apéndice al catálogo con la muestra de objetos de arte antiguo de Freud, la compleja relación que se establece cuando pensamos que la antigüedad es la infancia de la cultura. De forma tal que su avance cronológico representa una dimensión más madura de una misma vida orgánica universal, de la que no podemos resguardar todo –bien digo– todos los vestigios (2) . Freud lo dice, el psicoanálisis vino a perturbar el sueño de la humanidad, pero hoy sabemos que algo más que sólo su sueño. Se trató de un cataclismo que transformó la faz de la experiencia. Pero eso que va quedando del espacio que compartimos como comunidad, la ciudad en sí misma, como panorama estratificado de los distintos tiempos, se transforma en la superficie a la que nos asomamos como visitantes. Hoy, cada turista en su propio Grand Tour (grande o pequeño), para volver sobre tópicos goetheanos, premunido de su cámara visual, genera su propio registro estratificado de lo que hasta este momento se levanta o reaparece de la arena que cubre –una y otra vez– el futuro del pasado de la convivencia humana. La propia vida del tiempo queda reflejada en el espacio construido, como modelo del concepto de espacio y tiempo. La ciudad de Lecce y su "barroco leccese" como lo designan los textos, pareciera interrogarnos por qué tipo de colección imaginaria poseemos, cuando ordenamos –como Freud su escritorio, según la descripción de Peter Gay en ese mismo catálogo– cada una de las piezas de nuestra colección personal, en el inmenso anfiteatro de la vida traumática del organismo que llamamos mundo. Si con nuestro paso cubrimos maravillas o las descubrimos, pareciera ser objeto de la vida de ese mundo y de la nuestra también. De modo que eso que nos sorprende al dar con "el alma de las cosas", como describe Praz a quien viaja de verdad, refleja involuntariamente la pregunta por qué elementos de nuestra propia vida psíquica son vestigios recuperados, nuevas construcciones o la combinación involuntaria de todos los tiempos vividos a la vez (3).

Lecce, Italia, 25 enero 2008


(1) Praz, M. Il giardino dei sensi. Studi sul manierismo e il barocco. Milano: Mondadori, 1975.
(2)Kuspid, D. "Una metáfora efficace: l'analogia tra archeologia e psicoanalisi" en Freud e l'arte: La colezione privata di arte antica. Ed. Gamwell, L. y Wells, R. Roma: Il pensiero científico, 1990, pp.133-152. Intro. Peter Gay.
(3)Praz, M. Il mondo che io ho visto. Milano : Adelphi, 1982. Praz (1896-1982), privilegiado espectador, no tanto por su capacidad de remitirse a los hechos como a la vida de los objetos producidos por el arte y la literatura moderna, plasmó sus experiencias de viaje, entre otras de sus obras, en su último libro titulado El mundo que yo vi, recopilación publicada el año de su fallecimiento.