martes, 30 de septiembre de 2008

La novedad del libro antiguo





uando se piensa en la reseña de un libro, en general eso significa que éste ha sido recientemente publicado, traducido o reeditado. Sin embargo, cuando se pasa gran parte del día en una biblioteca, como es mi caso, en medio de una colección de miles de libros antiguos, la posibilidad de que caiga en nuestras manos uno de menos de cien años es baja. Hoy pensaba en eso mientras ojeaba en una librería cercana a la biblioteca (…sí voy a una librería después de estar todo el día en una biblioteca) un libro que publicó Nick Hornby el 2006. Se trata de una compilación de la columna que tuvo por tres años en la revista «The Believer», bajo la rúbrica original de «Polysillabic Spree», y que en la edición italiana se llama «Una vita di lettore». La forma en cómo está hecha la reseña mensual de los libros de Hornby es un espectáculo, divide cada artículo en libros comprados y libros leídos. Esto me pareció fascinante, comprendo muy bien lo que significa comprar más de lo que uno es capaz de leer. Hace algún tiempo que amenazo a mis libreros con la posibilidad que un día deje de comprar y empiece a leer en una proporción inversa a la curva constante de adquisiciones de los últimos veinte años. Pero hay algo más que me atrajo de la forma en la que escribe Hornby, y es el humor que incorpora a un trabajo tan serio como puede ser la crítica literaria. Nací en un país en el que —con algunas contadas excepciones— la frase aquella que asegura que la risa abunda en la boca de los menos inteligentes, se ha asumido como parte del escudo patrio.

o obstante esta premisa intelectual, como canta Johansen, gracias a mis paseos por inacabables listas de libros impresos entre el siglo XV y XVII, algo me dice que es posible vivir una vida menos polarizada, alejada de la pesadumbre exclusiva de una conciencia social hiperactual, la que —seamos sinceros— no sirve de mucho, sobre todo si la contrastamos con la banalidad reluciente de la que gozan los que viven en la cresta de la ola. A propósito, Hornby menciona entre cientos de anécdotas y datos bizarros de sus columnas, el hecho que si nos dedicáramos a leer solamente la lista de libros que se han publicado desde que se inventó la imprenta (título y autor) precisaríamos quince años de nuestras vidas. Eso vaya como respuesta para los comisarios que disfrutan recordándonos la necesidad de comprometernos hoy con la escritura. Quizás en qué espacio temporal de una lectura futura de un futuro lector esté eso que acabamos de escribir, pensando en hacer de éste un mundo mejor hoy mismo.


ara quienes piensen que paso mis días en una especie de «all-inclusive» para eruditos, pues bien, les aseguro que el cocktail del bibliógrafo es dulce, porque combina una abundante cantidad de imágenes de libros de botánica, hidráulica, anatomía, metalurgia, emblemática y armas, con textos de poesía, filosofía, arte y literatura. Todo, en ese mundo donde la cantidad de libros es geométricamente menor en la medida que nos alejamos del «off-set», y la historia permite una suerte de buena convivencia, ayuda a que nuestros paseos a la orilla del mar de tinta sean iluminados por los rayos de un sol grabado por Durero. No quisiera caer en una corriente erudita que disfruta solamente de las exquisiteces que el trae el río de la memoria antigua. Sin embargo, junto a los libros de emblemática, los de empresas, los que recuerdan la vida de hombres ilustres, todos, nos ayudan a terminar bien cada lectura, teniendo la sensación que en los libros queda guardado algo más que frases célebres.


l libro de reseñas de Hornby (más bien de las reseñas de las reseñas de Hornby) posee ese sabor. El tipo es feliz con lo que hace y eso es evidente. Es así que nos lleva por las páginas como si fuera un paseo que no tan sólo nos entusiasma con la lectura, sino con el acto mismo de pasear. No quiero transcribir las bromas que hace mientras trata de resumir la lectura del "Cándido" de Voltaire o desaconseja seguir más allá de lo que nuestro cerebro, como si fuese un sistema digestivo, nos permite digerir.



os libros siguen ahí. Es verdad que la competencia de la televisión y las nuevas tecnologías que nos ayudan a tener más tiempo hacen que a la hora de llegar a los textos sólo queramos dormir. Quizás, si nuestra brújula intelectual fuera afinada para pasar de las penas a la risa con mayor facilidad, permitiendo que la lectura no sólo significara el peso de las ideas, sino también el aire fresco que hasta en los libros más antiguos se encierra, la vida sería otra. Se trata de esa especie de elíxir que permanece entre las páginas aunque no hayan sido abiertas hace siglos. Esto no lo digo porque una ficha bibliográfica indique que fue impreso en el siglo XVI, sino porque he tenido la suerte de encontrar cosas guardadas entre las páginas. Fragmentos de cartas, tarjetas de agradecimiento e incluso una colección de animalitos recortados y coloreados por algún monje cuya lectura fue suspendida cuando, en 1860, la unificación italiana trajo vientos violentos a estas tierras. Es así, a veces es la vida la que aporta el lado oscuro, no tenemos para qué empeñarnos en leer una selección que incluya sólo lo peor de nosotros mismos.

ace algunos días, buscando en unos libros de metalurgia del siglo XVI, di con otra cosa que no estaba buscando pero que sí encontré. Se trata de una letra, esas capitales con que se inician los textos antiguos y que aún perduran en los libros que imitan los libros antiguos. En lenguaje de bibliófilos se llaman «iniciales parlantes». No es que conociese el nombre antes, pero cuando vi que la letra tenía toda una narración encerrada en 3,5cm. x 3,5cm., me pareció que tenía algo diferente a otras que había visto. Mi intuición resultó abrir una nueva pista de lecturas y hallazgos. Se trata de una tradición de los tipógrafos del siglo XVI, nacida en Venecia, alrededor del 1530, cuando, en la imprenta de G. Giolito, se empezaron a usar una letras capitales decoradas con escenas que no coinciden con lo que la palabra significa ni son alusivas al texto que ilustran. Son similares a las que ilustraban los incunables, pero éstas, en términos técnicos, son acrofónicas. Sé que suena poco amistoso, pero me pareció que era un indicio de una especie de mundo paralelo, que siempre ha estado ahí y que debido a la costumbre no reparamos en ellas, asociándolas a las características antiguas iluminadas. Estas son distintas, son xilografías independientes: una imagen en sí, sin considerar la palabra, ni el texto. Hay libros escritos sobre esto, di con un par de ellos y ahora no puedo dejar de pensar en cuantas cosas en el mundo funcionan del mismo modo que estas pequeñas letras al borde de un texto. Las «iniciales parlantes» inician su propia historia, como indicios del inconsciente del propio tipógrafo y luego, en la tradición, como parte de un abecedario que sirvió para que otros escribieran con las mismas iniciales otras palabras y otras historias. Representan objetos, animales, cosas, una escena mitológica, un personaje, en fin, son parlantes, prescinden del texto y la palabra que encabezan y cuentan una historia. Sé que puede parecer una asociación lejana, un lapsus de mi parte, pero estas letras me sirven para explicar comportamientos genéticos de muchas cosas de la vida cotidiana. Como por ejemplo elegir el próximo libro, fascinarnos con un objeto o pensar en una cosa completamente descabellada en el momento en que nos dicen una palabra que empieza con una letra que nos conduce por los insólitos caminos de las asociaciones. Sí, la mente por momentos funciona precisamente así, de manera acrofónica. Recientemente el mitólogo francés Marcel Detienne tituló una conferencia: «Comparar lo incomparable». Es así, todo se puede asociar: Hornby, la vida en una biblioteca, las iniciales iconográficas parlantes y, por cierto, la memoria misma. ¡Me estaba olvidando de la memoria!

martes, 23 de septiembre de 2008

Interior familiar




Hace unos días encontré en una librería una publicación relativamente reciente de Stephen King, titulada On Writing, que incluye una pequeña autobiografía, además de una serie de consejos sobre escritura del genio del terror. No dudé en comprarlo, me cautivó la manera descarnada en que relataba los hechos vividos, tal como luego comprobé que él mismo aconsejaba a sus lectores, ávidos de un consejo hacia el best-seller. Tal vez influenciado por este manual de King, me decidí a publicar este pequeña crónica de una escena que vi en un tren hace pocas semanas.
Viajaba en un Eurostar entre Roma y Lecce, una ciudad barroca al final de la Puglia. En los cuatro asientos que están justo en diagonal, viajaba una familia compuesta por un hombre mayor, su mujer y un hijo de aproximadamente dieciocho años que padecía algún tipo de retraso mental. Apenas el tren empezó a moverse entramos en esa especie de suspensión que se vive dentro de estas máquinas. No obstante los progresos tecnológicos, al mantenerse el orden tradicional de los asientos, todo recuerda esas primeras pinturas en las que se ve el interior del tren (primera y segunda clase incluida), especialmente aquellas pintadas por H. Daumier, pero también, las primeras fotografías y, por cierto, el primer film de los hermanos Lumière, a fines del XIX.
El silencio inicial termina rápidamente. La gente comienza con el ruido incesante que producen las bolsas plásticas y el uso de los teléfonos celulares, así como la conversación constante que vuelve insoportable el ambiente. En ese momento, el hijo de esta familia que contemplo como si fuese un cuadro viviente, empieza a hacer algunos ruidos extraños, silvidos y gestos, a un volumen que no es mayor al de la gente que conversa o habla por teléfono, pero más inquietante. El padre decide que es momento de almorzar: saca una bolsa, pan, un poco de jamón y una botella de agua. El muchacho se inquieta aún más, grita, hace un ruido aún más extraño, como de una sirena. El padre saca un cuchillo para hacer los sandwich. El cuchillo es de un tamaño completamente desproporcionado para el tentempié que prepara. El muchacho trata de tocar el cuchillo, el padre lo controla con una sola palabra en dialecto. Concluyo que es sordomudo, algo hay en la proporción de los sonidos que no corresponde, una discordancia entre el volumen, el tono y el espacio acústico. El muchacho mira el cuchillo con más interés que el sandwich que le ofrece su padre. Finalmente acepta el pan. Comienza otra fase de la escena.



Cada una de las mascadas que le da al pan son más y más grandes, los padres miran por la ventana el paisaje, mientras comen a su vez, cada uno, uno. El muchacho podría ahogarse en cualquier momento con uno de los pedazos que, con dificultad, va engullendo. Masca con decisión, el pan es muy seco, es evidente. Cuando termina de tragar, el padre, con un gesto mecánico, le da una botella de agua de medio litro, que bebe de una sola vez. Al final, juega con su lengua tratando de sacar hasta la última gota. Es una especie extraña de simio, es un animal, grande y fuerte, al mismo tiempo que no es más que un niño grande. Una vez que la madre le quita la botella, empieza a buscar entre las bolsas donde el padre había ordenado los restos del improvisado almuerzo. Es obvio, busca el cuchillo. La escena inocente de un tren que cruza los campos que antiguamente fueron ocupado por los héroes armados con espadas, se hace presente instantáneamente. César, Aníbal, Augusto o Mucio Scaevola, quienes hoy no son más que parte de la historia o de la mitología reviven en el gesto inocente del muchacho. Él desconoce la referencia histórica, no obstante, se hacen presentes para él las escenas que ha vivido inevitablemente. Me refiero a las que propone la televisión o la convivencia cotidiana con otros niños. Su gesto es inocente, pero al mismo tiempo peligroso, podría terminar en un drama. El padre le quita el cuchillo y lo guarda con especial cuidado. Se trata de un instrumento doméstico que tiene la capacidad de transformarse en arma. Mientras lo controla, intentando que entienda que no tiene derecho a usarlo, inevitablemente consigue fijar en la memoria del muchacho el objeto.
No obstante las palabras del padre, mi mente no se tranquilizaba con las mismas ordenes que le da a su hijo. Mientras, en el fondo del vagón, aparece el inspector, que es lo más parecido al cherif del tren. El niño vuelve a hacer los ciclos de silvidos y ruiditos con la boca. Cuando el inspector llega para revisar los boletos, suena su celular, responde con tono doméstico a una llamada doméstica. Corta y sigue revisando los boletos. El ring-tone es el pito de una vieja locomotora, el niño queda completamente desconcertado e inmediatamente imita el sonido casi a la perfección.
La escena familiar sigue su curso, mi presencia es circunstancial. El padre se duerme. Yo no podía dejar de pensar que el viaje tomaría un curso dramático.
Un tren de alta velocidad que cruza los campos del sur Italia, sirve de teatro para la resolución de un drama, al mismo tiempo que para una coincidencia histórica. Aquel mundo perdido de las estructuras míticas de la tragedia, que fundan la cultura occidental, siempre familiar (padre, madre, hijo) podía darse cita a pocos metros de mi asiento. El hijo que asesina a sus padres con un enorme cuchillo que inexplicablemente el padre a traído al viaje, contrasta con el ambiente extrañamente tecnológico representado por un tren que no emite ya el sonido que el celular del inspector reproduce y que recuerda una vieja locomotora. Quizás ése será el móvil de la escena final, entre los sonidos y la reminiscencia de un mito, eternamente brutal, que pude reiniciarse a través de un niño que decide, sin querer, matar a sus padres.

Roma-Lecce, 2008.