jueves, 9 de octubre de 2008

Dante y el carnicero



En cada pueblo o ciudad de Italia, si el célebre poeta italiano le dedicó un sólo verso, éste aparece grabado en mármol en un lugar destacado. Ningún italiano se quejaría si sugiriera que hay una toponimia dantesca, es decir un catálogo conformado por todos los lugares que Dante menciona en su magna obra. De hecho hay una «Enciclopedia Dantesca» publicada por primera vez entre 1970 y 1978, seis volúmenes de mil páginas, que recogen las anotaciones de los mayores especialistas. Sin embargo, como sabemos, la palabra «dantesco» sirve también como antonomasia para referirnos a situaciones más parecidas al infierno que al cielo, lo que transforma su significado en el mismo momento que usamos el término.
Cuando empecé a escribir este blog mi propósito era darle un destino a mis notas de viajes. Sin embargo, con el tiempo, se volvió una forma de viaje en el que cada texto me llevó por una geografía diferente. Sé que suena sentimental, no es que me sienta desolado en un vacío que motive una agorafobia creativa, por el contrario, este espacio se ha vuelto un lugar amable a pesar de lo indeterminado que pueda resultar una dirección en la web. Tranquilos, esto no es el comienzo de un relato de ciencia ficción ni mi diario de vida como «sujeto bio-político».

El problema de los itinerarios que la escritura misma propone, especialmente los que asocian lugares imaginarios con la tierra de nadie a los que nos llevan los vagabundeos de la razón, es que, como todo espacio, limitan con otros. Cuando uso el término problema, lo digo en un sentido positivo: sin problemas no habría motivo para dedicarse con pasión a tal o cual cosa. En fin, me estoy alargando para decir una cosa muy sencilla. Querámoslo o no, todo lugar tiene un confín, no necesariamente expresado con cercos, tapias o paredes, sino que, en el caso del pensamiento, está representado por zonas sombreadas que anuncian la presencia de otras personas que antes han estado allí. Ya se estarán preguntando, para qué esta vuelta por tanto paraje fraseológico, cuando en realidad eso se llama «miedo a las influencias» y es un síndrome de autor como cualquier otro. Síntoma bastante común en todas las áreas de la producción, especialmente las artísticas y que, motivado por mi vanidad, estoy transformando en alegoría de los confines del conocimiento, mi propia ignorancia, intentando consolarme.

Hace pocos días, mientras viajaba por la campiña de la toscana (suena bien, ¿no?) me di cuenta que sufro de cierta aprensión cuando escribo sobre libros y mezclo anécdotas con cosas que he leído. Esta sensación, tan primitiva como la escritura misma, se debe a la fuerza con que se me aparecen aquellos vestigios de otras escrituras, estilos y formas. Verdaderos fantasmas, porque más que sentir los límites impuestos por otros que estuvieron antes, imagino el regreso de sus antiguos dueños. Fue esto lo que me hizo pensar en Dante. Mientras las hileras de cipreses se reflejaban en el espejo del auto, me sentí aliviado por dos motivos. Primero, por el hecho que no era yo el que conducía en ese momento revelador, arriesgando la vida de las personas con que viajaba y, segundo, sentí el consuelo de no ser poeta. Entre viñas, villas y valles vi la sombra de Dante e imaginé lo que podía ser intentar escribir un sólo verso mientras se comparte el mismo suelo con un poeta de su proporción, sin considerar a Petrarca, Marino, Montale o Ungaretti. En mi caso, esta especie de versión de Carpenter de zombis literarios es más modesta, se trata de autores más recientes como Borges, Praz y por supuesto Eco, que vendría a ser el último que ha dominado la escena en este sentido.

Afortunadamente, luego de un par de curvas llegamos a nuestro destino, Panzano in Chianti. Un pueblo que está en la cumbre de uno de los cerros por donde pasa la ruta llamada «la chiantigiana». Habrán oído hablar del vino italiano y esas botellas con un tejido de paja en la base, icono de la postal italiana. Dicen que es para que no se rompa, pero en realidad es para que cuando la gente se da de botellazos, sirva de protector (como el box en las Olimpiadas). El pueblo es de una belleza que sólo se puede encontrar en estos lugares donde lo bello se acuñó como concepto (es mi yo bio-político que se me sale sin querer, disculpen). Las casas están exactamente en la parte más alta, de modo que la vista del atardecer es un espectáculo. Luego de un par de tentativos de dar con el lugar, una señora que parecía celebrar los mismos años que el poeta tardo medieval, nos dijo cómo llegar: al final del pueblo, hay una calle, de ahí a la izquierda.



La carnicería se llama Cecchini y es conocida mundialmente por vender «la fiorentina», una especie de entrecot o lomo de medio a un kilo de peso. ¿Qué tal? El carnicero, un sujeto que si lo describiese Zola o Flaubert diría que corresponde a la composición de varios personajes integrados, porque nadie puede ser así, alguien tiene que haber escrito a Dario Cecchini. Pero ya saben, la naturaleza imita la naturaleza del arte y además estábamos ahí, era real. Hablaba de carnes y cecinas con una retórica más que sagaz y sabía vender de esa manera exigente como sólo una estrella puede hacerlo. Es decir: —Si no le gusta, vaya a buscar su filete a otro lado, acá lo hacemos así. Sin embargo, ésta no es la única singularidad de esta carnicería. En el segundo piso tiene un restaurante donde se pueden probar los cortes y, dicen, que en los momentos de mayor jolgorio el carnicero recita a Dante. Sí, sabe la «Divina Comedia» de memoria, verso por verso. Eso es lo que yo llamo una carnicería dantesca. Me gusta la combinación, un carnicero erudito en carnes y en poesía. Por lo demás, domina lo único que hay que saber para vivir en esos parajes, después de todo, aquí tanto el sol como la sombra llevan el signo del poeta. Un carnicero versado, vende carne de peso.



Según me explicaba el cocinero, el animal es sacrificado con especial cuidado para que su muerte sea lo menos dolorosa posible, se deja reposar despostada al menos un mes, para que recupere la serenidad luego de ese duro momento. La «fiorentina» se cocina en dos tiempos (fascinante) primero se pone al asador cinco minutos por los seis lados. Sí, es un polígono casi regular, «more geometrico». Luego se lo deja descansar cinco minutos para que la temperatura alcance el centro y la sangre que guarda en su interior después del sellado se caliente (de otro modo sería un roastbeef, otra cosa). Una vez de vuelta al fuego se le da otro giro parabólico y ya. Maravillas de la termodinámica.

Dante, como es fácil de imaginar, en varios pasajes del poema se refiere a la carne, por lo general nada tiene que ver con la acepción culinaria, sino hace referencia a la carne de la que estamos hechos los humanos, complemento de los huesos a los que está pegada. En tres momentos Virgilio y Dante deben precisar a las ánimas maravilladas del Purgatorio que son de carne verdadera (v. 33 y XXIII, 123) carne de Adán (XI, 44) porque es un hombre vivo quien realiza el viaje al más allá. Viajes, ¿de eso se trata este blog, no?

Lamentablemente, una vez de vuelta en la biblioteca, descubrí que Dante no habla de Panzano, el pueblo de la carnicería. Es más, busqué en un diccionario general de toponimia italiana y nada. Lamento no haber dado con la cita precisa para hacerle honor a al poeta y por cierto al carnicero que motivó esta nota. Y, por último, si Dante no escribió sobre Panzano, quizás el día que pasó por ahí la carnicería estaba cerrada o era el Día de los Muertos y todos estaban de viaje, vaya uno a saber.


SIGNORELLI, Luca
Dante Alighieri
1499-1502
Fresco
Capilla de San Brizio, Duomo, Orvieto