sábado, 16 de febrero de 2008

La muerte de las cosas

En la ciudad de Lecce, Italia, la Piazetta Carducci está coronada por el busto del poeta italiano del XIX, quien, amputado en su formato, se apoya en un plinto de base angosta. El espacio abierto por el edificio no es muy grande. Salvo la plaza del Duomo y Sant'Oronzo, los espacios abiertos al interior del centro histórico, todos de piedra, no son muy amplios. Una forma de explicar esto, es que el interior de la ciudad está diseñado efectivamente como un interior. En el costado derecho de la columnata neoclásica, un gran afiche convoca a la exposición titulada "Scultura di età barocca tra Terra d'Otranto, Napoli e Spagna". En una ciudad característicamente monócroma la intensidad de los tintes digitales del pendón resaltan vivamente. La piedra, pietra leccese, utilizada en las construcciones hasta comienzos del siglo XX, es de un ocre lácteo (la utilización un tanto rebuscada del sinónimo busca evitar la homofonía con el término original en italiano que da nombre a la ciudad). Primitivamente el edificio que aloja la muestra era una iglesia vecina al convento Palmieri, llamada Chiesa di San Francesco della Scarpa, también conocida como "la iglesia sin fachada", debido a que ésta fue absorbida por las columnas de la plazoleta refaccionada a fines del XVIII. La muestra en sí está compuesta por un grupo de esculturas religiosas del siglo XVI y XVII, la gran mayoría de ellas en madera policromada, algunas en plata y cobre dorado, las menos, en piedra pintada. La disposición en que se encuentran configura un espectáculo de seres detenidos en el tiempo y, por qué no decirlo, en el espacio. Las imágenes parecen vivas, aunque habría que decir que están vivas. La iglesia, que data originalmente del siglo XIV, acoge perfectamente el grupo de figuras y, sabiamente a mi parecer, sigue coronada en el ábside, tal como cuando aún servía de iglesia, por una escultura colosal de San Francisco, recordando la leyenda que dice que el santo habría dejado en este lugar uno de sus zapatos, cuando se alojó allí de regreso de su viaje a Tierra Santa, con motivo de la quinta Cruzada (c.1219). La serie impresiona al visitante desde el acceso, y el espectáculo que ofrece la procesión de desconocidos boquiabiertos se vuelve otra parte de la muestra. La mayoría de las figuras son de tamaño natural, también hay una serie de bustos-relicarios que, aunque apoyados sobre plintos, mantienen una medida cercana a la real. Otra cosa que resalta, en algunos casos, es que para una mejor caracterización del ilustre personaje representado, los escultores complementaron las figuras, casi reales, con objetos reales: espadas, una cuerda para el sayo, cascos de metal para los arcángeles, bisagras para las alas de los ángeles e incluso unos ocurrentes aros para una virgen. No puedo dejar de pensar en Duchamp y Rauschenberg y en todo lo que se ha escrito sobre la irrupción de lo real en el arte contemporáneo. Por cierto, en este caso, barroco, el objeto no ha sido dislocado, sigue siendo lo que su definición como palabra y cosa designa. Sin embargo, no deja de sorprenderme precisamente la posibilidad de volver a pensar el juego entre concepto y cosa en el arte, a partir de estas figuras, y los elementos reales que las complementan. Sin olvidar que esto ya es apreciable en ejemplos aún más antiguos, como aquella imponente sacerdotisa Isis, del siglo I d.C, que está en la colección de la Galería Borghese, y que alza en sus manos de mármol objetos de bronce. El prestigio que ronda los ready-made ya históricos y la adoración con que son dispuestos en los museos de arte contemporáneo, y también el panteón de los índices hagiográficos del arte actual, de la figura encarnada al objeto desplazado. Haciéndose presentes en la discusión, muy al pasar, figuras como el sofista Filóstrato hasta el artista Joseph Kosuth –rima incluida y veinte siglos que los separan– pasando a su vez por Dun de Scoto, aprovechando el nominalismo implícito en estos tránsitos. Pero abandonemos esta senda porque nos desvía del recorrido por estas salas de la muestra de esculturas religiosas del barroco leccese.




Las obras están restauradas y conservadas, sin embargo, hay una característica que destaca particularmente. Algunas de ellas, años atrás, fueron invadidas por las termitas. Los agujeros, perfectamente elaborados, resaltan por la sombra exacta y profunda de sus bordes. Cada una de las esculturas implica un diseño del termitero que la pobló. Una negra constelación de puntos que recuerda las guías que utilizan los escultores para la transferencia de las medidas de los cuerpos, llamadas repères (en francés: referencia, marca) y que, para dar un ejemplo, enrarecen el rostro de Napoleón o el maravilloso cuerpo de Paulina Borghese Buonaparte reclinada semidesnuda en su triclinium, como Venus vencedora (1804-1805), de Antonio Canova. Esta vez, de la mano de los insectos, las marcas están dispuestas de manera aleatoria, como si en vez de reorganizar la intersección de los puntos de un polígono regular, atravesado por decenas de aristas, guía volumétrica de la retícula visual que usa el escultor, se hubiese perdido el orden y, más que parecer el retrato de un santo, parecieran las cicatrices de un peircing intenso o los tatuajes de una tribu lejana. Otra asociación inmediata, que no puedo dejar de mencionar, son los gráficos ópticos de Alfred Yarbus con los que, este estudioso de la percepción, demuestra los recorridos que realiza el ojo ante cualquier objeto, antes que podamos decir que es una cosa y no cualquier cosa y, de ahí, un nombre. Es bien conocida la ilustración sobre el reconocimiento ocular, realizada por Yarbus en 1967, precisamente sobre una escultura, el busto de Neferitis, la que cubierta de puntos, como si se tratara del mapa transoceánico del tráfico de una línea aérea, mantiene su perfil incólume. Afortunadamente, estas figuras barrocas han recibido un baño purificador que asegura su vida como objeto. Son algo así como momias de un cuerpo que nunca ha muerto, porque nunca tuvo vida, pero que tiene la fuerza de la vida. Los insectos que las habitaron, para decirlo sin eufemismos, representan nuestros gusanos, los que llevan al polvo la carne de estos modelos de madera. En general, asumimos que las figuras no mueren, pero creo que en este caso, representan los vestigios de la vida de las cosas, es decir, la marca del espacio y el tiempo que alcanzaron mientras compartieron un mundo común con los mortales. No quiero referirme al personaje de Pinocchio, aunque podría ser una línea de lectura para la vida de estos objetos. La serie de bustos-relicarios realizada por Benedetto Siculo entre 1624 y 1633, lo demuestra. Mientras, al frente, entre otros bustos, las láminas de plata han protegido perfectamente a Santa Irene de Giovanni Battista Gallone (1617-1625), manteniéndola intacta (en el estricto sentido de la palabra). Las miradas, los gestos, todo es acción en el conjunto, mientras, al mismo tiempo, las figuras se mantienen aisladas: es así la vida de las cosas. Acción detenida en un tiempo detenido, figuras puestas en libertad en el espacio de exhibición contemporáneo, laicizado, sacadas de sus nichos. Sí –bien digo– nichos. Insisto: son muertos traídos de la vida eterna de las imágenes, sacados de sus fosas para ser emplazados en la distancia y nitidez del plinto del museo, rompiendo el espacio votivo por el de exposición. San Fortunato con su túnica dorada más bien parece un senador romano. De pie, la audiencia, fiel a su condición, ya no espera la palabra, ni el gesto, ni el milagro. Estas figuras se han debilitado porque el espacio de presentación que hoy conocemos y compartimos está marcado por el gravamen de la figura del autor. Éstas son hoy medianamente anónimas, queda la figura, el relato, pasando delicadamente de la vida de los santos a la eternidad de los objetos. Encarnando problemáticas que también son apreciables en los museos de cera, que vendrían a ser un espacio intermedio, el que coincide en muchos aspectos y técnicas con la escultura religiosa, a pesar que la ceroplastía, por momentos, tiene otras intenciones. La devoción es innegable, sea el museo como la iglesia, en la carne o la carnación material que la ilustra, es visible para el visitante aquella voluntad de eternidad que emana aún de estos cuerpos.

Lecce, enero 2008.

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