sábado, 6 de diciembre de 2008

Reseñas de amigos: una disputa bibliográfica

Alberto Duero, Revelaciones de San Juan
(Apocalipsis), xilografia, 1497-1498

A veces se hace difícil identificar ciertos elementos que conforman nuestra vida psíquica, cuando éstos ya se han convertido en hábitos arraigados que tienen la capacidad de hacernos pasar con facilidad del estar al malestar.

Con esta referencia a una dimensión sicológica general (me gusta el término porque de seguro es totalmente erróneo y anacrónico) presento estos elementos preliminares un tanto ambiguos, temiendo parecer demasiado severo, ya que no siempre nuestras opiniones son interpretadas como un aporte al bienestar común y el propio, sino son asumidas como una versión torpe de una moral de la que nos volvemos únicos predicadores.

No es que pretenda hacer una reseña de mis amigos, como si fueran libros o películas, pero es evidente que no es fácil escribir sin hacer referencia a una parte fundamental de la vida, tan importante como lo que leemos, lo que vemos y lo que conversamos. Zona donde por cierto cabe la categoría de «reseña de amigos».

Los amigos son quizás uno de los objetos interactivos más completos que se pueden encontrar (junto al perro y sucedáneos afectivos por el estilo). La amistad antecede a las formas actuales de dependencia tecnológica que causan tanta impresión a quienes crecimos con juguetes que, en su versión más avanzada, incluían una pila, o dos. Este factor tecnológico al poco tiempo los hacía caducar, no por su complejidad sino precisamente por la precariedad de sus sistemas. En este sentido no puedo dejar de recordar la propuesta del artista argentino Roberto Jacoby, cuando en algunos de sus proyectos colectivos como (Proyecto Venus o Bola de Nieve) reconoce la amistad como una tecnología esencial, acaso la más potente y renovable.

No obstante todas las características positivas que tiene esta forma de afecto, hay que reconocer también que, a veces, la cercanía nos juega malas pasadas y de una pacífica interacción se pasa a la contienda, perdiéndose cualquier acuerdo de base. En todo caso, lo bueno de los amigos es que se van a dormir a su casa y después de la discusión, si las cosas no terminan tan mal, la retomamos —como los libros— desde el lugar donde la dejamos. En otros casos, seamos realistas, ni siquiera nos acordamos que alguna vez habíamos empezado la lectura. Sin duda ya debe existir un manual, como aquel histórico de U. Eco sobre cómo se hace una tesis, pero sobre como conservar a los amigos. Sé que puede sonar a texto de autoayuda, pero en fin, muchas de las lecturas que hoy llamamos Filosofía fueron escritas con un objetivo similar. Volveré más adelante sobre el tema de los manuales y sobre el de Eco en particular. Antes quiero contar el caso que me motivó a escribir esta nota.

Hace una semana, conversando con un amigo y colega (el término es horrible, parece necrológico de diario de provincia pero me sirve para evitar cualquier infeliz escritura en clave) mientras hablábamos por teléfono sobre libros leídos y por leer, me sentí —sin yo quererlo— haciendo de antagonista.

Desde el inicio, apenas nos saludamos, me dijo que estaba mal, desgraciadamente yo ya me había declarado satisfecho con mi vida de lector. La conversación comenzó como un juego de ajedrez, uno con las negras, evocando las piedritas con que los romanos calificaban la suerte de los días y el otro (yo en este caso) con las blancas, representando a la buena fortuna.

Yo mencionaba un autor vivo, con un renovado estilo de escritura, ágil y comprensible, y mi amigo —a modo de respuesta— me daba un breve discurso sobre la muerte del diálogo, la imposibilidad de un lector y la catástrofe estética en la que Occidente se hundió desde hace un rato. Me sentía como un bufón que trata de hacer reír a un príncipe melancólico. No sé, quizás ese día era especialmente triste para él y particularmente alegre para mí, no lo sabremos. También podría ser que se tratara de una diferencia bibliográfica grave. Y lo digo no sólo porque se trataba de elencos que dejaban ver recorridos diversos, sino porque no pudimos resolver este forcejeo fácilmente. La conversación terminó con nuestros repertorios bibliográficos más distantes que cuando habíamos iniciado el coloquio. Yo mencionaba a Stendhal, él a Adorno, Burckhardt/Benjamin, Ruskin/Nietzsche, Proust/Loos, Warburg/Beckett, Borromini/Le Corbusier, etc… La sucesión representaba dos bibliografías bien claras. Una acentuaba las luces, la otra, las sombras. Una era ciertamente más ideológica y menos inclusivaque la otra. Este contraste me hizo pensar en dos aspectos que desequilibraban nuestra conversación.

Fue Gabriel Naudé, el primero en usar el término «bibliografía» hace más de cuatro siglos cuando le encargaron hacer un catalogo de libros y autores en un momento en el que no tenía cerca una biblioteca y no pudiendo citar con precisión los títulos ni describir las ediciones se excusó titulando la obra «Bibliographia Política» (Venecia, 1633) y que se puede traducir como "un catalogo a mano alzada".1

La segunda cosa en que me hizo pensar nuestra conversación era la compleja red de referencias bibliográficas que establecemos, dependiendo donde nos encontremos, y cuan revelador es revisar los componentes que nutren nuestro espíritu científico. Sé que puede sonar a tips nutricional, como los que vienen en las revistas de Sodoku, pero no me cabe duda que somos lo que comemos y, si de libros se trata, por cierto que somos lo que leemos. Es una tesis —como algunos platos— fuerte.

En este sentido —el de la dieta— mi amigo estaba triste y estoy seguro que es lo que come lo que, en parte, le está haciendo mal. Es más, conociéndolo como lo conozco (así como a otros de nuestra generación) estoy cierto que crecimos convencidos que lo que hace mal es mejor que lo que podría hacer que nos sintiéramos mejor ¿Me explico? Creo que en parte los valores que los intelectuales consideramos más profundos, serios y sustanciales, nos tiene convertidos en obesos mórbidos del pensamiento. Obvio, nos alimentamos de una dieta en blanco y negro, donde la negatividad es el carbohidrato base de la pirámide alimenticia. No digo que haya que eliminarlos de nuestros tentempiés y meriendas, pero sí pienso que debiéramos controlarlos.

El valor de la oscuridad por sobre la luz, lo complejo sobre lo simple, lo triste sobre lo alegre. Es así como hemos terminado saturados. Pareciera que la satisfacción que produce la negatividad, como si se tratara de un principio activo fundamental para la acción crítica, nos alejara de un régimen demasiado severo, del que nos distanciamos a medida que engrosamos. La intencionalidad crítica pareciera cumplir el rol que antes se le asignaba a la ideología misma y es esa sensación la que funciona como placebo, dejándonos sin capacidad de reacción y sobre todo de acción, haciéndonos creer que basta para cumplir nuestro rol fiscalizador. El intelectual comprometido (este término sí que es antiguo) es quien subraya los horrores y la discordia, el desastre inminente de un mundo colosal y negro. No lo sé, algo me dice que podríamos darle cabida a otros aspectos, no digo que la existencia sea el Paraíso, pero por qué anteponer las tinieblas como el paisaje ideal para nuestras divagaciones.

Hace treinta años, Alfonso Berardinelli, reseñando un libro que acababa de aparacer y que causaba furor en las universidades de Italia, criticó el libro de Umberto Eco, «Cómo se hace una tesis», 1977. En su ensayo, «L'estasi e la laurea» (que podemos traducir como «El extasis y la licenciatura», recopilado en: Il critico senza mestiere: scritti sulla letteratura oggi. Milano, Il saggiatore, 1983, p. 39-50) Berardinelli, insiste sobre el hecho que el libro de Eco adolece de cierta ceguera ante los hechos que habían golpeado el mundo universitario después de Mayo del '68. Pienso que no exagero si afirmo que lo acusa de ser anacrónico y moralista, de estar alejado de las circunstancias políticas y alejado del nuevo rol del estudiante y del académico en la realidad universitaria de ese momento. Un poco así sentí las palabras de mi amigo, las que me recordaban todo lo malo que ha ocurrido en el último siglo, como para que nuestra conversación telefónica tratara de frivolidades como la felicidad, la belleza y el placer de escribir. Algo me decía que si le decía lo que realmente estaba pensando en ese momento nuestra plática acabaría como cuando lanzamos lejos un libro que estamos leyendo.

No me era fácil superar la sensación de estar siendo reprendido por haber caído en la trampa enajenante que históricamente ha narcotizado la vida de los pueblos. En este caso, preferí callarme y dejar el juego en tablas. Sin embargo, su tristeza me hacía pensar en una propuesta de Raymond Aron, realizada diez años antes del mayo del '68, que destacaba un hecho concreto que describe perfectamente la vida intelectual, ya que mientras la religión puede considerarse el opio del pueblo, el poder es en realidad el opio de los intelectuales. Fuerte pero cierta.

Quizás la pena profunda que vive mi amigo se deba a que comienza a darse cuenta que devorar libros no nos conduce a la gloria, muy por el contrario. Sin llegar al extremo del hombre que devora libros en la imagen de Durero de las revelaciones de San Juan (Apocalipsis) que usé de frontispicio, creo que un cambio en la bibliografía puede cambiar nuestras vidas. Me preocupa cómo esto se traduce en las selecciones bibliográficas y cómo se refleja esto en un filtro general negativo, que es valorizado como si se tratara de un criterio de erudición superior que lo diferencia de la superficialidad.

Callé la frase de Aron, porque me hubiera hecho merecedor del título categórico de "burgués conservador". Sería más divertido si mi amigo me acusara de proletario conservador, pero en fin, eso hubiera cambiado el destino de la conversación. No resuelvo nada con arrepentirme ahora de no haberlo hecho. De todos modos, es un amigo y lo admiro como intelectual, no en todos los sentidos del término, claro está. Espero que no piense que tiene que aleccionarme para que no me pierda en los océanos de la autocomplacencia, y que conserve el placer al conversar con sus amigos. De otro modo, mejor saltamos todos por la ventana del planeta con libros y todo.

(1) Ver: Luigi Balsamo, La bibliografia: storia di una tradizione, Firenze: Sansoni, 1992