lunes, 26 de mayo de 2008

Eureka: ¡Tengo una imagen!


El año 1559 Tiziano recibe el encargo de pintar «La deposición de Cristo en el sepulcro», actualmente en el museo del Prado, Madrid. La composición traza un espiral horizontal casi perfecto, presentando un grupo de figuras en el que se distinguen elementos contrastantes: los pliegues, la carne, los vivos, un muerto y un sarcófago de mármol con bajorrelieves. A cargo de la acción, en posición vertical, un grupo de figuras, mientras el cuerpo sin vida y el féretro aportan el eje horizontal. No obstante la perfección de esta pintura, siete años después, en 1566, Tiziano realiza otra muy similar, salvo por ciertas variaciones, y que pertenece al mismo museo en España.
En la primera versión, el personaje que está de espalda viste un ropaje liso y, en la segunda, como si se tratara de un error que en el cine llaman «de continuidad», vemos que el modelo ha retomado la pose habiéndose equivocado de prenda, apareciendo con una túnica cubierta de puntos. Evidentemente, a diferencia del caso cinematográfico, estas pinturas no fueron hechas para ser vistas simultánea o sucesivamente. Cuando hay problemas de continuidad el espectador atento se pregunta instintivamente por qué falta o sobra algún elemento de la escena. En este caso, la tela pintada dentro de la tela — no hablo de un cuadro dentro del cuadro — corresponde a un terciopelo con relieve (velluto cesellato) decorado con un orden regular de puntos, en grupos de tres, que evocan las pisadas de un animal enorme que ha estampado sus huellas sobre el paño.


Detengámonos brevemente en el detalle de los puntos. El historiador francés Michel Pastoureau nos enseña que cuando se trata de telas tenemos que aprender a diferenciar los puntos de las manchas. Estas últimas, en la iconografía occidental, no representan un buen presagio ya que antiguamente eran interpretadas como anticipo de irregularidad e inestabilidad, en el amplio sentido del término, empezando por el aspecto sanitario (impureza, pústulas y peste), para terminar en el horror a lo informe, es decir, en la manifestación de lo demoníaco propiamente.
Por otra parte, los puntos, generalmente aparecen conformando tramas geométricas e históricamente se los asocia a la solemnidad, lo sacro y lo divino. Esta característica es muy poderosa y raramente veremos descrito este tipo de ornamento como un elemento aparte, porque simplemente parece que estuvieran ahí, reflejando la armonía general de la naturaleza. Su fuerza es tan elocuente que — como dice Pastoureau —debemos considerarlos una imagen estática, anclada al propio soporte(1).
Aprovechando este último comentario quisiera sugerir dos nombres fundamentales en esta área de la historia de los estudios visuales. Primero A. Riegl, quien a fines del XIX inauguró esta vía de análisis con su libro: «Problemas de estilo», y que posteriormente retomó E. H. Gombrich, a mediados del XX, con la publicación «El sentido del orden». Ambas investigaciones demuestran brillantemente cómo hasta las estructuras ornamentales más simples implican la complejidad de los sistemas humanos de representación. Por esto, más que centrarme en las razones iconológicas que el tema de la deposición implica, quisiera proponer simplemente una reflexión general. Esta dos obras, similares pero no iguales, me hacen pensar (o más bien volver a pensar) en una paradoja que no puedo justificar, pero que asocié inmediatamente cuando vi las obras en un libro dedicado al Tiziano.
Todo indica que, a pesar que supuestamente vivimos en la era de la imagen, hoy por hoy asistiéramos al distanciamiento de algunos ámbitos del saber. Hecho que impediría imaginar un espacio común en el que convivan palabra e imagen. Lejos del tiempo en el que las imágenes poseían un estatus soberano, como el que se vivió cuando recién se inventó la imprenta y hasta solo un par de siglos atrás. Seguramente muchos estarían de acuerdo conmigo en decir que las imágenes son necesarias para la elaboración de cualquier discurso, aunque no todos aceptarían que éstas ocupan los círculos más altos del pensamiento. De hecho la expresión que recuerda a Arquímedes no ha cambiado y aún seguimos exclamando: ¡Tengo una idea! Cuando en realidad lo que primero se genera en la mente es algo más parecido a una imagen. Pero bueno, mi intención no es iniciar una campaña por la imagen, la que jamás podría pensarse siquiera un momento separada del pensamiento. A diferencia del pensamiento que — a su propio parecer — sí ha imaginado poder vivir y desarrollarse más allá de la imagen. Me estoy refiriendo a cierto tipo de filosofía, literatura y arte que, orgullosa de una iniciación conceptual privilegiada, sueña residir en una dimensión aristocrática del pensamiento. Por nuestro bien, la ciencia en éste particular ha sido más prudente. Usaré un apelativo que Warburg acuñó entre sus apuntes y que estaba dirigido a describir un cierto tipo de personaje que rondaba la escena cultural de fines del XIX y que, aunque la situación era otra, me parece perfecto para describir la actitud de atrofia iconofóbica y el privilegio moral que describo: "superhombres en vacaciones de Pascua"(2). Aforismo que de paso podemos asociar al tema de la pasión de Jesús del cuadro del Tiziano, a ambos por cierto, con y sin puntos.
Sé que insisto sobre un aspecto desusado de la discusión sobre imagen y palabra, pero cada cierto tiempo — basta asistir a seminarios, congresos, bienales y leer revistas especializadas — para entender que se trata de un choque constante; un enfrentamiento que lleva tanto tiempo como el conocimiento mismo. Ya Luciano de Samosata escribió en el siglo II una "Defensa de las imágenes", y otros antes que él, los así llamados Sofistas — con el desprecio de los que se juzgaban libres del pecado de la iconofilia — se ocuparon del evidente desequilibrio entre la consideración de la imagen como artefacto del pensamiento (copia, plagio, simulacro, etc.), a diferencia de calificarla como herramienta esencial del entendimiento mismo, asumiendo que ilusión y engaño no son equivalentes.
Lamentablemente, pareciera ser que el modelo de opuestos que seguimos, es decir, la determinante que nos impulsa a tener que elegir entre una u otra (imagen o palabra), está impreso en el ánimo humano, por no decir en el ánima humana. Estamos lejos de llegar a pensar un modelo de convivencia para iconofilia e iconofobia, y lo más cerca que hemos estado de la avenencia se manifiesta cuando oímos discursos que hablan de la metáfora. En esos momentos el traductor automático interno nos advierte que se está hablando de imágenes y algunos suspiramos conmovidos por el efecto placebo que logra. Es lamentable, pero es así, pareciera que la maravilla de las categorías traía en su pandórico secreto una estructura feroz de castas, entre las que la imagen no alcanza el mismo nivel que la palabra y su arreglo estilizado. Pero en fin, en esa carrera que podemos llamar directamente «campaña iconoclasta», considerando los momentos históricos en que periódicamente se ha presentado, el pensamiento puro tuvo y tiene todas las de ganar. Entonces, si la querella se ha perdido y tenemos que asumir que la palabra pensada en su pureza racional es la elegida, creo que podemos despreocuparnos y empezar a disfrutar de los beneficios de estar bajo su autoridad y sonreír aliviados. Sometiéndonos a un imperio que puede beneficiarnos con una maternal acogida, de acuerdo a su rango real, o disfrutar con el paternalismo que todo poder debiera considerar, pero que a veces desatiende. La imagen vencida, bajada a tierra, colocada en un sarcófago, goza del privilegio del retorno, una y otra vez. Una vez con lunares, otra a rayas, con el cuerpo, sin el cuerpo, con el catafalco recamado de bajorrelieves o sin ellos… ¿Qué más da?


(1) M. Pastoureau, La stoffa del diavolo, Genova: Melangolo, [1991] 1993, p.28-29.
(2) Cfr. E. H. Gombrich, Aby Warburg: una biografia intelettuale, Milano, La Comete Feltrinelli, [1970] 2003, p. 94.

Perugia, mayo 2008