martes, 25 de marzo de 2008

Trilogía, trío y trinidad

Chatwin, en uno de sus últimos escritos -siempre breves e inteligentes- define a los escritores en dos categorías: aquellos sedentarios que viajan al interior de sus bibliotecas, y los anatómicamente inquietos que buscan impenitentemente un nuevo lugar. Sin embargo, hoy, asumiendo los adelantos de la tecnología, las nuevas fronteras y los viajes, habría que agregar un inciso a la ley establecida por el nómada inglés de la segunda mitad del siglo veinte. Se trata de en una categoría difusa, las dos de Chatwin y una más, en la que se integran aquellos escritores que viajan con una enciclopedia virtual en sus morrales, así como los que, encerrados en sus escritorios, ya no sólo viajan con su imaginación sino incluso navegan. De esta manera sumaríamos un acápite a dicho estatuto chatwiniano, que asegure un sitio para los que sin ser escritores gustan de los viajes, así como de escribir. Es decir, dos más uno. Todo está en las condiciones que motivan los discursos, así como los decursos, tanto de ida como de vuelta. Por ejemplo: esta breve observación la escribo mientras viajo en ferrocarril desde Ancona a Foligno, Italia. El convoy cruza los Apennini centrales, desde la región de Le Marche, frente al mar Adriatico, con destino a Perugia, Umbria. El trayecto recorre sinuosamente el paso de Fossate di Vico, parte de lo que fuera la Via Flaminia, construida por los romanos dos siglos antes de nuestra era. El tiempo ha permitido que por esta ruta imperial hoy corra la vía férrea y, muy cerca, la autopista «strada statale SS3». A pesar de las definiciones, por mucha imaginación que empeñe, las montañas de piedra blanca que las ventanillas del carro dejan ver rítmicamente, dudo que puedan confundirse con una biblioteca, menos estos asientos, o el pasillo de éste, un tren regional muy poco glamoroso. Justo atrás, un grupo de jóvenes, discuten intensamente sobre fútbol, van a ver jugar a su equipo favorito. Justo frente a mí, se desarrolla otra pasión, un muchacho de no más de veinte años, por celular (dispone de dos diferentes modelos), ruega a su novia que le asegure que aún lo ama: ¡Pero, tú me dijiste!… —Entonces yo te dije… ¿Por qué no me lo dijiste?… Ya hablaremos cuando llegue… ¿Estás con alguien más?…, corta. Mientras soy atraído por las distracción de estas conversaciones, pienso en una discusión que tuve con un amigo poeta quien precisamente hace ya tiempo trabaja en un libro sobre viajes. Invocándolo internamente reanudo el fantasmagórico diálogo con vehemencia, aprovechando que se encuentra a más de diez mil kilómetros de aquí y no puede contra argumentar: –¿Sabes? nada me parece más inadecuado que el bolero posmoderno que asume que los viajes ya no son los "grandes viajes" de antes. No responde, raro en él. Continúo: -Es obvio nada es como antes y es por eso estamos vivos. De otro modo nada daría paso a lo que viene, demorando el ritmo vital, obstruyendo las vías ¿Me entiendes? El que las cosas pasadas hayan sido mejores puede ser, pero transformar aquella sentencia en una razón práctica, me parece un anacronismo inútil, y -¡ojo!- que los hay muy fructíferos. Los viajes de hoy son así, una mezcla tecnológica que no deja de tener sus contradicciones. Muchos adelantos por un lado: alta velocidad, teléfonos que suenan en todas partes, conexiones para los computadores personales, etc. Y, por otro: la precariedad de una cadencia limitada a cierta misteriosa fórmula físico-matemática que aún no nos permite decir «aquí-y-allá» al mismo tiempo. Los trenes corren, pero aún no vuelan, y, a pesar de haber aumentado su carrera en Km. por hora, el paisaje sigue allá afuera con su tiempo «casi» perpetuo. Dejemos algo al realismo eco-apocalíptico imperante. Sinceramente, querido amigo, no creo que ninguno de los que me acompañan circunstancialmente en este vagón piense que no está viajando. Demostración suficiente, para mi tesis que el viaje aún existe y que la intención de definir los actuales como «no-viajes», busca desencantar a aquellos que llegaron después. Muy simple, la alegoría es la siguiente: el viejo le dice al joven que antes todo era mejor, el joven siente que llega tarde a algo esencial y que «ése algo» se perdió para siempre en el entretanto. Por el contrario, como bien recuerdan los sonetos de Shakespeare, los más jóvenes sólo con su presencia le muestran al viejo que el tiempo ya pasó y que si de algo debe sospechar es que queda menos, siempre menos. Pero bueno, invariablemente ha sido así, las definiciones al igual que las pasiones, en general, se contradicen con las prácticas. Tal como para Chatwin existían solo dos tipos de escritores, para algunos, antes, antes sí que se viajaba. Hoy no. Una forma de binarismo, paradojalmente, monolítico. Nada es como antes, dice la voz de esta nueva versión de Cronos. No sé si lo que celebra esta renovada fatalidad es que nadie pueda viajar alegremente o sólo se trata de una pulsión por decretar un antes y un después cuyo precedente es siempre preferible a cualquier forma de actualidad. Creo que el comportamiento crónico-cronológico responde a un simple egoísmo categorial, en el que la posmodernidad se asegura una saliente sobre la que proyectar el sublime paraje de la falta. Pérdida, duelo, vacío que, como un potente vapor espiritual, impulsa con gran energía la aerostática afectiva de los intelectuales que se sienten más seguros en la figura desfalleciente y apesadumbrada, que en la silueta regia de atletas del argumento siempre dispuestos a partir hacia un nuevo destino. Acabamos de pasar la estación de Albacino sin detenernos, me impresiona reconocer un letrero enorme en el que se lee la marca de papel que he usado para dibujar durante los últimos veinte años, Fabriano. La estación con ese nombre está a pocos kilómetros, cerca de la ciudad de la que toma el nombre. Mientras, en uno de los cerros cercanos, verde, fluorescente de una primavera por venir, veo un pastor con su perro cuida sus ovejas, no puedo dejar de sentir que el letrero de la fábrica de papel fue como divisar a un conocido. Literalmente, me impresiono de la escena en la que se combinan la mítica fábrica de papel, con la no menos legendaria escena bucólica. Vuelvo a pensar en Cronos y la cronología. Algo me hace sospechar que en la idea de tiempo que hay detrás de la postura dialéctica del insigne Chatwin, cuando define los dos tipos de escritores, así como los que afirman que el gran viaje ha muerto (porque ya no es lo que era, etc…) surge una tercera opción. Una que siempre estuvo ahí, haciendo viable otras maneras que aún no hemos imaginado de persistencia en el tiempo. No puedo evitar asociarlo con el giro que significó para la gestión de las ferrovías, el descubrimiento que éstas podían tener doble carril. En italiano, las vías se llaman «binari». El origen etimológico viene de la noción de par, compuesto de dos partes y evidentemente es pariente de la palabra binario en español. A propósito de variaciones sobre el par, los parajes y las parejas, incluyendo las de dos más uno, mientras el pobre muchacho aún contempla las pantallas de sus indiferentes celulares, yo recuerdo la imagen que vi en la iglesia de Santa Agata en Perugia. La construcción es de 1317. En esa capilla existe una pintura de la trinidad representada con un cuerpo y tres cabezas. Se conoce como la "Trinità con i tre volti", iconología prohibida luego del II Concilio ecuménico de Constanza, en 1414, debido a las diversas ambigüedades teológicas que representaba, y, aunque no es una imagen muy difundida, aún causa una impresión profunda cuando, entrando inmediatamente a la derecha, aparece con sus dos ojos. Sí, tres caras y dos ojos. Como es fácil de deducir, dos más uno no da par. Mi cara distorcionada por el vidrio triple del tren me recuerda ésa imagen. El tren sigue su marcha, yo siento que gané la discusión con mi amigo ausente, los hinchas futboleros han enmudecido, mientras el muchacho descubre que es parte de un trío, sin saber que posiblemente, este tránsito pasional que vive, representa sólo una parte de la trilogía de su vida, de la que no se salvará, así se encomiende a la Santísima Trinidad.




Perugia, marzo 2008.