miércoles, 23 de julio de 2008

Sin título (aún)


V. Tiziano, El rapto de Europa, 1560 c.

Cuando empecé este blog nunca imaginé que llegaría el momento en que tendría que aceptar, como parte de mi conciencia de pseudo-escritor, las observaciones incluidas en los comentarios «posteados». No obstante esto prueba mi inocencia o más bien mi ignorancia frente a una herramienta que no tiene nada inocente, tengo que confesar que este texto está animado por un comentario recibido. De modo que más que un ensayo breve, se trata de una respuesta larga.
El comentario fue enviado por un amigo que vive en Australia, un personaje curioso y, al mismo tiempo, muy curioso, quien, a pesar de entender mis intereses por la cultura europea, periódicamente cuestiona con cierta mordacidad por qué no me dedico con la misma pasión a temas locales (entiéndase de América del Sur y más puntualmente Chile, mi país de origen), cito: "It does seem like an enchanted ball to be in Italy. Your words are very evocative. I wonder what kind of thinking might accompany another kind of dance, like the cueca".
La observación es buena, la referencia al baile nacional chileno como objeto de mis cavilaciones busca romper el hechizo que — según él — me domina, determinando mis reflexiones. Asumo el honor que significa que otro sureño, de ese lejano sur que mira el otro lado del universo, ofrezca su mano para sacarme de la corriente que me arrastra hacia una extraña forma de perdición. Una especie de intento por rescatarme de la vertiginosa fuerza dejada por la imagen eterna del rapto de Europa, que sigue arrebatando a quienes la contemplan, más que como espectadores como testigos de un rapto original.
Una de las respuestas que fundamentan el hecho de no poder salir de sus brazos radica en ese legado que heredamos los hijos y los hijos de los hijos de aquellos emigrados, hijos de Europa, que conforman América. Testimonios, herederos de un exilio no tan antiguo como para ser un mito, ni tan nuevo como para aparecer entre las reivindicaciones políticas de aquellos desplazados que hoy impenitentemente recorren el mundo. Esa es una marca legada por los ancestros, exiliados de sus países de origen, que huyeron de la ferocidad de una Europa enloquecida por sus propios raptos y que, en algunos casos, aún recuerda el trauma de ese exilio. Lamentablemente ese origen europeo, ahora confuso, hunde sus raíces en un Atlántico profundo, mientras otras formas de éxodo dominan los elencos historiográficos y creen tener el privilegio de la queja.


M. Rugendas, Malón mapuche, 1835 c.

La segunda, tiene que ver directamente con el lugar desde el que se habla y el lugar que se describe. La fuerza ahora se concentra en la experiencia vivida en América del Sur, en especial en Chile, donde podemos evocar otro rapto, pero ya no uno que tiene que ver con el mito de Europa sino con el propio imaginario local, en lengua mapuche el «malón», y que implicaba las feroces incursiones de los aborígenes, en busca de ganado, raptando a las mujeres como parte del botín, asegurando de este modo la renovación de la estirpe y la eternidad de la especie.
Así entre dos raptos pienso que una respuesta directa a mi amigo sureño es que simplemente aún no he podido encontrar el tono para escribir y describir desde ese lugar donde nací, entre Europa y Los Andes, sin comenzar a lamentarme por esos dos secuestros. El rapto mítico entre los decorados de un cielo cultural, y el rapto real que recuerda una y otra vez el exilio de los padres y de las madres de nuestros padres. Que, huyendo del hambre y la guerra, la que sea, la primera, la segunda o esta última larga y silenciosa, buscaron en estas costas un lugar donde, un poco más tarde, morir. Por eso, por esa especie de inevitable victimización que comienza aflorar cuando pienso en lo que pienso mientras Europa sigue fascinándome, creo alcanzar otra voz, una que me saque de la queja. Una que me aleje de esa pena que remite al hecho que ni siquiera a la hora de la repartición de los traumas, las masacres y los genocidios, los hijos de los inmigrantes europeos podemos decir que la nuestra es una pena de segunda categoría, por que no trata del dolor de los perseguidos políticos, víctimas de la derecha por sus ideales de izquierda, sino solo de un mundo que más bien se ha distinguido por su violenta separación de arriba y abajo, de norte y sur, de vivos y más vivos. Descripción nada novedosa pero que busca referir esa especie de fascinación por una universalidad eternamente perdida, recuperada en ese baile que no es ni cueca ni vals, ni tarantella ni resbalosa.

Roma-Santiago, julio 2008