viernes, 29 de febrero de 2008

En nombre de la muerte












En nombre de la siempre sombría muerte han nacido bellas cosas. Por ejemplo, el fresco pintado en la iglesia de la Santísima Trinidad, en Florencia, por Domenico Ghirlandaio, en 1482, y que representa la Resurrección de un niño. El Renacimiento es uno de los períodos más importantes del arte de occidente. Intentar abordarlo es enfrentarse a un volumen nada despreciable de genios y genialidades. Desgraciadamente, el inventario de nombres y conceptos que lo describen implica, usualmente, un ordenamiento preciso, donde celebridades y fechas arman un puzzle más bien difícil. No obstante, por el hecho de ser uno de los períodos sobre los que más se habla, es uno sobre los que menos se sabe. O peor, se sabe cada vez menos, en la medida que más se habla. Algo similar a lo que ocurre con la muerte. Basta con leer algunas páginas de cualquier libro de Eugenio Garin, erudito italiano –quien vivió prácticamente todo el siglo XX– dedicado a temas de la transición entre el Medioevo y el Renacimiento, para darse cuenta que la filigrana confeccionada por la mano de artistas y pensadores, a veces es borrada con el codo de algunos resúmenes historiográficos más bien toscos. Como si las palabras pudieran ser tormentas de arena que cubren grandes zonas de la topografía simbólica humana, simplificando los relieves más trabajados. Esto se hace manifiesto en el hecho que, en algunos casos, especialmente del Renacimiento, su difusión, más que ayudarnos a ver las obras y acercarnos a las fuentes, nos acostumbra a ciertas formas vanas de certeza. Espejismos de un universo polimorfo e inasible que reduce la manufactura infinita de objetos e imágenes a programas con un principio y un final claro. Para resumir, obviamente –es imposible no caer en la misma figura que acuso, por algo me motiva escribir a partir de ella– lo que se plantea es, más que nada, la imagen del renacer de algo. Cuando, en realidad, nunca su ánimo había muerto. La voluntad historiográfica por descubrir cosas perdidas y revividas, ensalzando nombres, ha hecho que se piense que otros períodos, como el Medioevo, desconocieran un pasado glorioso previo. Es así como surge la idea de un renacimiento en nombre de la vuelta a la vida de algo muerto, cuando no es sino el eterno modelo humano con el que respondemos a la voluntad necesitada de la muerte como medio para comprender la lógica de la muerte. Para saciar este deseo se bautizan estantes y ficheros con la claridad de un sepulturero. Muerte y renacimiento entonces, pueden aparecer más bien como un olvido, el que estaría a la base de nuestro sistema general de conocimiento. Esto que digo no es nada nuevo. Es así cómo, en nombre de la muerte, se han cobrado tantas vidas en el mundo de las formas. Aunque, para dar por muerto el Renacimiento y entrar en la Modernidad, debemos nombrar el mayor malentendido en términos de fallecimientos y resurrecciones, que se lo lleva –¡Sin duda alguna señores!– el enigma hegeliano de "muerte del arte". De paso, podemos apreciar el profundo nivel de animismo que ronda el tema. Sin embargo, digan lo que digan, cada mañana, en la redonda y permanente mañana del mundo, el ciclo se reinicia, demostrándonos que la muerte no es más que un ritmo. Un paso que no logramos aprender a seguir, donde se manifiesta rotundamente el hecho que eso de la danza no era sin más una metáfora. No obstante la variedad de tópicos artísticos hay algunas prácticas que tienen que ver profundamente con la muerte, porque más que denunciarla o eludirla con «divertimentos» –recordando a Pascal– éstos la anuncian. Se trata de la epigramática, tradición clásica que remite a las inscripciones encomiásticas, unas más poéticas que otras, y que en la forma del epitafio, es decir en su uso funerario, encuentra su máxima expresión. Breves y agudas, su nombre lo dice, epitafio, epigrama, epicedios, todos llegan después de…














La tradición humana de anunciar la muerte de un miembro de la comunidad, es algo que tiene su historia. En Italia, dentro de otras manifestaciones con este mismo fin, existe una tradición particular que salta a la vista del transeúnte. En las calles podemos encontrar, en lugares especialmente habilitados para esta práctica, afiches que anuncian el deceso de una persona. A veces es el nombre y una frase que lo despide, en otras, su papel social o laboral; es decir si fue abogado, médico o un conocido ingeniero. Un día, al llegar a la universidad, me encuentro con una serie de estos carteles pegados en un vidrio, los que más que anunciarme la muerte o recordarme el arte del epitafio mismo, me hicieron pensar al arte contemporáneo y sus «operaciones» (como suelen llamarlas los especialistas). Así es el inconsciente o, más bien, el consciente del paseante, sobre todo después de haber leído y subrayado el ensayo de E. H. Gombrich titulado "Imagen y palabra en el arte del siglo XX". Los afiches, tal como muestra la fotografía adjunta, dicen: PADRE, MADRE, MAMMA, NONNA, etc. Cada uno es propuesto según su situación genealógica y,, por cierto, por su nombre y apellido. Para volver a lo del arte, esta serie de carteles me pareció una instalación, y, por lo demás, muy bien lograda.
La imagen que resulta es estrictamente la de un esquema en sus tres acepciones: 1. Representación gráfica o simbólica de cosas materiales o inmateriales. 2. Resumen de un escrito, discurso, teoría, etc., atendiendo solo a sus líneas o caracteres más significativos. 3. Idea o concepto que alguien tiene de algo y que condiciona su comportamiento. Esta confirmación filológica me pareció suficiente evidencia de la asociación con el modelo freudiano de comprensión a través de conceptos que me sugería. No me refiero sólo al establecimiento de un esquema genealógico de los agentes de la vida cotidiana, sino al advenimiento mismo de la exigencia advertida por Freud durante la formación del psicoanálisis como disciplina, y manifiesta en el hecho de pasar de las imágenes fisiológicas a los esquemas lógicos o lingüísticos.



En este caso particular sugiero comparar el dibujo que representa la disposición de las neuronas y nervios bajo el microscopio, y un diagrama perteneciente a los manuscritos preparatorios para el texto sobre la melancolía de 1865. Ambos, presentados en una exposición admirable en la Academia de Medicina de la ciudad de Nueva York en el año 2006. En estos ejemplos se ve con claridad lo que este movimiento lingüístico implica, especialmente si pensamos en el ejercicio que perfeccionaba la terapia a través de la palabra y condensado en la así llamada: «cura por la palabra». Expresiones como: lo que se ha perdido, lo reprimido, lo que yace oculto, son términos que solemos oír como parte del discurso psicoanalítico. Al mismo tiempo que, por la condición de revelación a vista del paciente, y de paciente manifestación a los ojos del terapeuta, la práctica de leer en las palabras remite a una dimensión similar a la que describimos para el arte del siglo XV y XVI.
El renacimiento del Renacimiento, permitió que lo que estaba oculto reapareciera. Como si el medioevo fuese la muerte y lo que hubiese muerto, renaciera con el renacimiento de las obras y las palabras dadas por muertas. Para dicha resurrección es necesario que sea removida la lápida que cubría la sepultura, hecho que vuelve inútil el epitafio lapidario inscrito, porque: el después del después es siempre un de nuevo. Un renacimiento. Sin embargo, en el caso de los esquemas freudianos, la frase breve y aguda, es decir el epigrama, tiene como objetivo, más que la frase ingeniosa, propiamente, el teorema. No obstante, como podemos ver, estos objetos encontrados, los carteles-obituarios de las calles de Italia, parecen componer además de una obra encontrada (un objet trouvé), un sueño psicoanalítico hecho realidad. La serie de palabras: Madre, padre, padre… y más abajo… madre, hermana, mamma, figlio…; ofrecen el croquis de un panteón genealógico. Es más, parece el eco diagramático de un narciso universal que ha decidido salir de su propia imagen para pasar a reconocerse en las palabras. Pienso en la figura del artista que dispone los objetos, las palabras, con un fin preciso, sin embargo, en el caso de este antiguo arte, que pasó de la piedra al papel, del túmulo al impreso, me parece que hay un acento que recuerda la carga afectiva de estos roles. La mayúscula, MADRE, PADRE, como si quisieran acentuar un valor visual proporcional a la carga afectiva que los unía. Al margen. Si se fijan bien en la fotografía de los afiches verán que uno de ello anuncia el sensible fallecimiento de la suegra de un distinguido profesor. Claro que, en ese caso, la palabra Suocera está escrita en cursiva y sólo la primera letra en alta. Tal vez, de ella, su sensible yerno no espera un renacimiento. Como sea, la muerte ocupa el mundo y, a pesar de los lamentos particulares y personales, que los tenemos todos y sufrimos cada uno, ante ellos, el mundo es insensible. Solos con nuestro dolor, por lo general, sólo nuestra perspectiva del dolor es la que cuenta, olvidando el hecho que el mundo, aquello que alimenta su energía vital, es precisamente la pérdida constante de sus componentes particulares. Hoy tú, mañana yo, hoy la madre, mañana el padre y pasado una abuela, un hijo, un abuelo, etc. No obstante, conocer estas leyes de la física de la metafísica humana: nos lamentamos, lloramos y nos quejamos. Más que con gestos, como las antiguas costumbres de las «lloronas», con palabras. Largos y profundos discursos que intentan pasar de la figura perdida a la palabra resucitada. La costumbre italiana de la letra imprenta que intenta expresar gráficamente el dolor autobiográfico, pasa a integrar el esquema general del lamento, enfrentándonos al dolor de los demás. Estas series de carteles obituarios me parecen una costumbre más bien estoica, donde en el gesto colectivo dejamos de pensar que el propio dolor el más importante y mucho menos el primero. Estas series visuales que "llaman a muertos" demuestran que todos vivimos lo mismo, son un espacio democrático de dolor, donde no hay privilegios. Una retícula estoica en la que se afirma la regla del juego de la vida: para que pueda haber renacimiento, más que morir algo, debe permanecer vivo en una memoria activa, más que en un lamento pasivo. Recordándonos a Gramsci –otro italiano– y su proyecto del «intelectual orgánico», participativo, pienso en algo así como un deudo, un «pariente orgánico», opuesto a la figura de quien se lamenta preguntándose por su dolor, como si fuera el primero en el mundo. Pienso en la figura romántica del poeta postrado en su desaliento. Aunque, hay que decirlo, ese lamento, más que romántico, se da más en los ateos que en los teos. Como si los materialistas por excelencia desconocieran la lógica causal que encierra el juego del mundo. Sé que puede parecer un arribismo estoico de mi parte, pero es así. La madre de mi madre falleció la semana pasada, a pesar de ser una ferviente creyente, era estoica. Sí, una señora de su pueblo, que si hubiese vivido en Italia tendría un afiche como los que describo. Su epitafio, diría, ABUELA. Y lo que propongo en este texto, la idea de un pariente activo es parte de su herencia. Fue una pariente orgánica hasta pasados los noventa. Quién sabe si la razón es que para quienes han olvidado la organización de la vida y sus riesgos, al perderse la estructura jerárquica teísta, no quedara sino culpar directamente a una figura abstracta por la pérdida. El incrédulo, al no hallarla, pasa directamente al lamento subjetivo que –tal como decía– olvida el dolor de los demás y las riquezas particulares que solo ésa falta permite, reemplazando la figura que se ha perdido por quejidos pre-lingüísticos sin esquema. Quedándose en las topología del «yo» más primario. De manera que, en vez de ir a poner su cartel con su pena nominal y democrática, junto a la penas de los demás, se queda en su narciso que, llorando sobre una charco de lágrimas, llora por sus propias lágrimas.

Perugia, febrero 2008

2 comentarios:

Anónimo dijo...
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Anónimo dijo...

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