martes, 18 de noviembre de 2008

Intelectuales bonsai

Jacques-Laurent Agasse, Retrato de caballo (1794-95)
óleo sobre papel, 36 x 44cm, Colección privada


Hace un par de días conversaba por skype con una amiga en Chile, a miles de kilómetros de distancia de mi escritorio. Hablábamos de autores, libros, imágenes, es decir, de referencias. Mientras cada uno aportaba con una pieza a la alineación de lecturas recientes y relataba las últimas aventuras bibliográficas, di con una imagen que he buscado por años para describir la vida del intelectual en Chile.
La equivalencia que imaginé se relaciona con un tipo de equino, poco glamoroso, pero muy querido por los niños: el pony. Una especie que creció en un lugar aislados donde la falta de espacio y restricción nutricional, por cuestiones de adaptación, redujo su tamaño al mínimo. No somos menores sino miniaturas, no somos inferiores sino ajustados. En términos botánicos: intelectuales bonsai.
Esta reflexión puede parecer afectada por un tonillo aristocrático y europeizante, digno de quien habla desde el podio fiado del clasicismo greco-latino, el que sin duda se ve más fastuoso si se mira desde el agujero del fondo del cono sur y coloreado por el cristal del sentimiento común del resentimiento. En todo caso, soy sincero en el intento por explicarme cuestiones con un hondo trasfondo psicoanalítico. (Aparte) La metáfora que propongo, por la raíz liliputiense que encierra, quizás permita incorporar esta nota al género de la literatura utópica (feliz o infeliz).
Sé que la imagen del caballito es un tanto grotesca, pero me sirve para describir en parte las peripecias vividas durante mi formación. La situación insular, la altura de la cordillera, la ubicación general en el mapamundi, debiera considerar además la condición de distancia idiomática, así como la compleja red de migraciones que traza la historia de los referentes, cuestión determinante para la constitución del «pony chilensis».
Esta alegoría ecuestre me hizo pensar en una anécdota que viví hace algunos meses, cuando un académico romano me presentó una joven psicoanalista italiana en un pasillo de la universidad. La primera frase que ella pronunció, luego de decir su nombre, nos embarcó en una secuencia de equívocos, breve pero triste.
—¿Usted es chileno… como Matte?.
—¡Ah! sí, respondo, Matta, claro.
—No, dice ella, Matte.
—Insisto, con tono de duda ¿Matta, el pintor?
—No, responde sonriendo amable, Matte, Matte-Blanco, el psicoanalista.
Debo reconocer que en ese momento las patas traseras del pony flaquearon y a pesar de saberme un ávido lector, medianamente culto, algo me decía que en mi lista de chilenos tipo champion primero está Matte, Rebeca (la escultora). Era difícil que la señorita Freud conociese a tan notable artista nacional, a pesar que la Matte pasó parte de su vida en Florencia a comienzos del siglo XX. El siguiente en orden alfabético era Maturana, Humberto, eminente biólogo, a quien ella por cierto había leído (como gran parte de los estudiantes italianos). Qué vergüenza, el asunto iba mal, no se trataba del padre de la pintura, ni de la madre de la escultura, ni del padre de la neuro-lingüística y, así y todo, aún no hacía pié en la genealogía criolla.
En ese momento se me ocurrió hacer algo que los chilenos sabemos hacer y le pedí perdón, aceptando que no conocía ni remotamente al personaje:
—¿Matte-Blanco?… disculpa pero no lo conozco ¿Quién es? (en italiano esto suena más digno, lo juro).
Quienes lean esta nota y tengan una formación en psiquiatría y psicología seguramente se reirán a carcajadas de la descripción del humanista perplejo o del bochorno del chileno ignorante que se cree «inteló», como dicen los franceses, ¡y-no-conoce-a-Matte-Blanco!

Ignacio Matte-Blanco, nació en Santiago en 1908 y falleció en Roma el año 1995. Elemental, tuvo olfato y se resistió a las inclemencias y penurias insulares, abandonando la manada y buscando otros corrales. Sé que mi relato parece como si estuviera haciendo la reseña del Rey León, pero es verdad. Cuando empecé a leerlo con el entusiasmo que caracteriza al obsesivo en falta, supe que en Europa y Estados Unidos se reconoce a Matte-Blanco como uno de los más grandes teóricos post-freudianos. Esto no lo digo yo ahora que sé, ni Wiki, sino las revistas y libros donde fui a buscar, luego del impasse. Publicó fundamentalmente en inglés. En español se conoce su primer libro Lo psíquico y la naturaleza humana, Santiago, 1954, más algunos artículos en recopilaciones. La obra con la que alcanzó fama mundial se titula The Unconscious as Infinite Sets: An Essay in Bi-Logic, Londres, 1975. Una verdadera cantera para quien quiera entrar en un nuevo rumbo de las lecturas postfreudianas, incluido por cierto el campo de la filosofía y la estética. Luego, Thinking, Feeling, and Being. Clinical Reflections on the Fundamental Anatomy of Human Beings and World, Londres, 1988. Sus escritos sobre arte y poesía fueron reunidos en una edición italiana titulada Estetica e Infinito, Roma, 2000.

En Chile existe un instituto clínico que lleva su nombre, durante el mes de octubre hubo varios congresos con motivo del centenario de su nacimiento, pero algo hace que no suene en otros contextos. Por lo tanto, me pregunto: ¿Por qué no aparece nombrado en las bibliografías de los cursos de filosofía, teoría del arte y estética que están repletos de títulos sobre psicoanálisis, si Matte-Blanco escribía en los mismos años en que se gestaba el vocabulario anti-edípico y los tubérculos sobreesdrújolos que se sirven en la cocina del texto de arte chileno crecía en las mesetas parisinas? ¿No será que los que han comprado el libro han preferido leerlo del original, dejando a Matte-Blanco por casi treinta años entre sus tesoros ocultos, sin que los otros ponies conozcan su obra? ¿Recuerdan a Skar, el hermano malo del Rey León, tío de Simba?
La respuesta-pregunta del inocente pillo sería:
—¡Cómo! ¿Me vas a decir que no lees inglés? ¡Por favor! Leer a Matte-Blanco en español es un pecado.
En fin, mejor pensar que se trata sólo de una tara congénita y que una característica de la vida del pony pasa por un comportamiento egoísta debido al trauma de la escasez.

Para el psicoanalista chileno la matriz de trabajo que le permitió pensar un más allá del modelo tradicional fue la noción de "marco referencial". Este concepto ya me parece un regalo para los discursos de las artes. Cito del libro del '54:

"Nuestros conocimientos del mundo, cada uno de ellos, son en un último término un conocimiento de relaciones [...] Un hecho es una cosa que está siempre definida respecto a un marco de referencia y este marco a un sistema de relaciones. De este modo una misma «realidad» puede ser descrita en relación con diferentes marcos o sistemas de relaciones, algunos de los cuales pueden ser más adecuados y pertenecer a un orden más general que nos permita hacer previsiones más cuidadosas y más numerosas" (Matte Blanco. Op. cit., 1954, p. XXXI.)

En su libro El inconsciente como conjunto infinito, en el que trata de problemas de psicoanálisis y las matemática, Matte-Blanco plantea asociaciones y términos que estoy seguro podrían ayudar a pensar la historia y la teoría del arte chileno y, por qué no, parte de nuestros problemas políticos.
¿Por qué este libro no habrá encontrado aún un editor en español? Una publicación de este tipo haría posible reconocer los orígenes de las diversas líneas referenciales, siempre parciales, como todo árbol genealógico, con dudas y vacíos, pero sobre todo permitiría explicar algunas cosas. Ciertas mañas, algunos tics y, por cierto, resistencias congénitas derivadas del hecho de haber nacido en estas tierras angostas.
Me pregunto ¿Será cuestión de self el que nadie lo haya traducido?
—¡Sí!, responde Skar desde el ángulo más oscuro de la sabana, ¡Asuntos de my self!

lunes, 3 de noviembre de 2008

Imágenes, libros y libros con imágenes

Portada del libro de Nick Hornby, «The complete Pollysyllabic Spree»,
editado en italiano por Guanda con diseño de Guido Scarabottolo, títulado «Una vita di lettore» 2006.


En la librería que hay cerca de la biblioteca donde voy, la sección de narrativa mide más de treinta metros de largo por dos de alto. Ayer lo calculé. Esto no considera ni policiales, horror, erotismo y viajes, que están aparte. Sé que los metros no significan nada y que lo importante es la calidad de la selección. Sin embargo, desde que entré por primera vez a una de estas megalibrerías no dejo de fascinarme con el espectáculo de la acumulación de libros y la cantidad de autores y títulos que implica el sólo hecho de recorrer con la mirada los lomos de los libros en los anaqueles.

Para un pseudo-lector que viene de un continente lejano, las librerías de los países desarrollados resultan fascinantes (no puedo superar el tic-biopolítico, ¡caramba!). Estas extrañas bibliotecas que funcionan a base del tradicional trueque capitalista, dinero por libro, están llenas de miles de ejemplares. Son cientos de editoriales que publican colecciones de los más variados temas, desde el best-seller más popular al libro especializado. Es evidente, son países ricos y lo que me sucede como visitante es que al haber estado sometido a una larga exposición al subdesarrollo, el paisaje de libros me afecta intensamente como si se tratara de la naturaleza expresándose en el «sublime económico». Sin embargo, a pesar del shock, he sido capaz poco a poco de aventurarme en zonas desconocidas. Cómo lo he conseguido, simple, desarrollando nuevas estrategias de adaptación (como diría Darwin) apenas veo el nombre de un autor que conozco me lo salto o inicio la búsqueda leyendo sólo los títulos y después el autor, o sigo a otros clientes como si se tratara de brújulas vivientes.

Tengo la costumbre de seguir el orden alfabético de los autores cuando visito una librería, según el ordenamiento bibliográfico tradicional y es eso lo que trato de evitar. Esta vez no necesitaba nada especial, quería recorrer con la vista los títulos, sentir el placer de pasar de uno a otro, deslizándome por el tobogán de las asociaciones. No sé lo que hay dentro de los libros, sin embargo éstos dejan entrever parte en sus títulos así como en su aspecto externo. A veces, en seguida descubrimos que no había nada de lo que imaginamos dentro, pero eso ya es otra cosa.

Aparte —un chiste posible— «Literatura Comparada es el estudio de lo que hay dentro de un libro comparado con lo que su título suponía».

Decidí recorrer los treinta metros siguiendo la disposición de arriba abajo, es decir, primero la primera fila y así sucesivamente. Un metro de libros cuyos autores comienzan con la silaba Ab, luego Ar, Be, Bu, Ce, etc. Fantástico, un título y luego otro y otro, como si se tratara de cuadros en un museo. Un título, una imagen, una asociación y por cierto un salto, casi un crujido, provocado por los títulos inoportunos, poco sugerentes, o los colores absurdos de algunas cubiertas (reservo el tema para otra nota). También están los libros perdidos, cambios bruscos ocasionados por otros clientes que distraídos o aburridos dejan el libro que tomaron en cualquier parte; o la irrupción violenta de la imagen elocuente de una cubierta que supera ampliamente el contenido y el título, un cuadro que he visto en otro libro, una fotografía. Fue así como un día caí en la letra D, más bien una extraña clasificación que tienen en esta librería en la que De es considerado la silaba inicial de los autores con apellidos compuestos. En fin, fue así como di con un libro de Alain de Botton, «Consolaciones de la Filosofía» (The consolations of Philosophy, 2000). Tomé el libro porque la traducción italiana está editada por Guanda y la cubierta la había diseñado Guido Scarabottolo un verdadero genio del género «cubierta de libro». El volumen además tenía imágenes en blanco y negro entre los textos, cuestión que me recordó a las novelas de Sebald o los libros de Le Clézio (el misterioso nobelista, por el Nobel, claro). De Botton logró cautivarme con su prosa llana e irreverente en cuanto a algunos temas que han ocupado a la filosofía durante el último siglo y que logra reconsiderar con desenvoltura y agudeza. Lo compré y apenas lo terminé, partí a la librería a comprar otro. Esta vez me decidí por «Arquitectura y felicidad» (The architecture of happiness, 2006), donde aplica con magistral inteligencia un principio estético concebido por Stendhal, bastante descuidado por los teóricos del arte y la estética contemporánea, y que resulta clave para salir del callejón en el que Kant nos dejó hace más de dos siglos. La sentencia de Stendhal es genial en su simplicidad: «La belleza es una promesa de felicidad». Sin duda la felicidad es un excelente criterio para liberarnos de la condena de la noción de gusto de una vez por todas, ya verán como algún día el sofisma del gusto se extinguirá.

De Botton propone un panorama ecléctico del desarrollo de la arquitectura. Seguramente un arquitecto contemporáneo considerará que es de un nivel de conservadurismo, anacronismo y clasicismo absurdo para nuestros tiempos. Sin embargo, se atreve a proponer comparaciones interesantes y sugiere asociaciones visuales y conceptuales que dan que pensar y que lindan con los tabú más delicados de nuestro siglo. Para los que creen que la critica siempre es política, la de ellos y sus amigos, De Botton parecerá la reencarnación del Burgués abstracto al que los intelectuales más fundamentalistas temen como si fuera su propio fantasma. Término que usan como insulto, como si se tratara del peor de los improperios. No saben que para los que venimos de lugares donde la educación y la salud se pagan, la condición de burgués es una esperanza a la que se aspira y espera. Las palabras de De Botton resultan especialmente inspiradas en ciertos aspectos de un cambio que quisiera imaginar como posible para la arquitectura y el urbanismo.

La semana que terminé de leer el libro sobre arquitectura tenía que viajar en tren al menos doce horas para llegar al otro extremo de Italia, fue entonces cuando decidí emprender la travesía junto a otro libro de De Botton, «El arte de viajar» (The art of travel, 2002). En general no leo sucesivamente tres libros de un autor —salvo excepciones como cuando descubrí por primera vez a Borges, Yourcenar o Proust— sin embargo me esperaban veinticuatro horas de tren y De Botton permite esta especie de fidelidad porque en su prosa hay una proporción entre lo que prometen sus títulos y lo que entregan sus textos. En un cierto sentido haber llegado de esta manera a De Botton es como visitar un lugar, claro que, a diferencia como ocurre con algunos viajes, así como con otros libros, las expectativas se cumplen. En fin, estas son las sorpresas que nos depara no seguir el orden alfabético, se conocen nuevos autores, nuevos lugares.