martes, 15 de abril de 2008

Mármol falso para una pintura verdadera


Es evidente que durante un viaje no podemos registrar todo lo que vemos, a pesar que la tecnología actualmente ayude a quienes, afectados por el tic del click, escanean paso a paso cada centímetro de sus paseos.
En la ciudad de Arezzo, Toscana, se encuentra uno de los ciclos pictóricos más representativos del Renacimiento italiano, realizado por Piero della Francesca, entre 1452 y 1466, en el altar mayor de Basílica de San Francesco. A partir de estos frescos se han escrito admirables reseñas sobre «La leggenda della Vera Croce», que cuenta la historia del árbol, primero, y luego de la madera con que se hizo la cruz en la que muere Jesús. El relato pertenece a la recopilación de Jacopo da Varazze, «Legenda aurea», en el siglo XIII. El ciclo está dividido en diez escenas (cuatro horizontales, de más de tres por siete metros, y cuatro verticales, de dos por tres metros aproximadamente. La lectura iconográfica del ábside supone un orden muy preciso, el que no es totalmente evidente para el visitante —digámoslo sin miedo— "el turista", quien, provisto de un ticket de seis euros y un tríptico impreso (en el que está miniaturizado el ciclo) tiene derecho a treinta minutos para contemplar la obra. Entre la penumbra de las luces de conservación, el grupo de visitantes sigue el orden de los frescos, todos con la mirada perdida en el cielo de pintura. La aventura de escalar las verticales de los muros parece más una sesión de observación astronómica a cielo abierto que una visita a un museo, en la que nos acostumbran a la frontalidad de las obras. Sin duda, no es una cuestión que tenga que ver con las obras sino por la posición donde seguimos teniendo los ojos, como replicó Merleau-Ponty en «El ojo y el espíritu» (1964), recordando las cavilaciones sobre el determinismo de nuestros sentidos, viajando Aristóteles hasta Descartes. Debo aceptar que me hubiese gustado llegar más cerca de las imágenes, para así ver lo que la misma arquitectura arrebata al espectador con la perspectiva, la misma que suponemos debiera servir justamente para ver.


Sólo mencionaré los temas del ciclo, usando este otro plano —gentileza de la mejor página de arte medieval y moderno de la web (www.wga.hu)— sin profundizar en cada una de ellas, más allá de lo que permite saber el impreso que entregan en la boletería de la iglesia. El ciclo comienza con la muerte de Adán, quien, antes de morir, es visitado por el arcángel Miguel que le promete el óleo de la salvación; Adán envía a su hijo Set, para recibir la sagrada rama de olivo (1). Transcurridos los siglos, la Reina de Saba visita al rey Salomón, profetizando la destrucción del reino: ella aparece arrodillada ante el madero sagrado (2). El rey de Israel había decidido emplear el árbol crecido para la construcción de su templo e intenta ocultarlo (3). Después de tres siglos de la crucifixión, Constantino sueña con un ángel (4), quien le revela la cruz con que vencerá en la batalla contra Magencio, expulsando a los bárbaros (5). El emperador se convierte al cristianismo y su madre, santa Elena, inicia la búsqueda de la sagrada reliquia en Palestina, llegando a torturar para alcanzar su propósito (6). Tras las revelaciones, el templo es destruido y aparecen tres cruces, que sirvieron para la crucifixión. La prueba que una de ellas es la verdadera, se debe al milagro de la resurrección de un joven (7). Cumplidos otros tres siglos, el rey persa Cosroes se apodera de la reliquia, haciéndose adorar como un dios, provocando la ira del emperador bizantino Heraclio, que lo derrota y decapita (8). Heraclio se adueña de la Sagrada Cruz y la devuelve a Jerusalén (9), concluyendo así la historia, con una suerte de flash-back, de la Anunciación del arcángel Gabriel a la virgen María (10).


A pesar de esta larga introducción, mi objetivo no es tratar directamente la obra di Piero (el tuteo es un clásico del humanismo italiano). Sin desmerecer la maravilla de la pintura y el genio de este pintor del siglo XV, esta nota no la dedico a su obra sino al «tromp-l’oeil» que hay en la parte inferior de la capilla del ábside y que simula coloridos mármoles, los que en general son inadvertidos por el público. Evidentemente no son obra suya, formaría parte del ciclo y de las explicaciones. Se trata de una serie de pinturas no figurativas, llamémosla "abstracción involuntaria". La hilera regular de falsos mármoles propone otro ciclo que me gustaría titular, "La leyenda de la verdadera pintura". Su aura es ínfima comparada con la que goza el gran fresco, la serie aparece completamente descargada de aspectos narrativos. Está, involuntariamente también, custodiada tras la valla de seguridad, generando una nueva obra.


No quiero comenzar a enumerar las referencias contemporáneas que se pueden establecer porque son incontables, sobre todo pensando en el rol que ha jugado el informalismo, la no figuración y los movimientos declaradamente abstractos durante el siglo XX, pensados como uno de los ejes alcanzados por el "progreso" del arte. Cuestión en la que el Novecento —como llaman los italianos al siglo que pasó— ha puesto toda su voluntad. Sin embargo, mientras me sentía feliz con mi descubrimiento asociativo, en uno de los extremos, entre las vetas de los falsos mármoles reconozco una imagen. Mi tesis se debilita, al mismo tiempo, que no puedo dejar de sonreir mientras descubro el dibujo de un pez fosilizado y, otro vestigio más, una suerte de pájaro prehistórico prisioneros en el mármol. En fin, suspiro recordando a Warburg, pensando en que incluso o, más bien, fue precisamente para los renacentistas para quienes el pasado surgió bajo una forma especial de asociación en la que las imágenes, los signos, se encriptaban hasta en las superficies que buscaban no decir nada, formando un conjunto dotado de significado.


Arezzo, abril del 2008.