lunes, 3 de noviembre de 2008

Imágenes, libros y libros con imágenes

Portada del libro de Nick Hornby, «The complete Pollysyllabic Spree»,
editado en italiano por Guanda con diseño de Guido Scarabottolo, títulado «Una vita di lettore» 2006.


En la librería que hay cerca de la biblioteca donde voy, la sección de narrativa mide más de treinta metros de largo por dos de alto. Ayer lo calculé. Esto no considera ni policiales, horror, erotismo y viajes, que están aparte. Sé que los metros no significan nada y que lo importante es la calidad de la selección. Sin embargo, desde que entré por primera vez a una de estas megalibrerías no dejo de fascinarme con el espectáculo de la acumulación de libros y la cantidad de autores y títulos que implica el sólo hecho de recorrer con la mirada los lomos de los libros en los anaqueles.

Para un pseudo-lector que viene de un continente lejano, las librerías de los países desarrollados resultan fascinantes (no puedo superar el tic-biopolítico, ¡caramba!). Estas extrañas bibliotecas que funcionan a base del tradicional trueque capitalista, dinero por libro, están llenas de miles de ejemplares. Son cientos de editoriales que publican colecciones de los más variados temas, desde el best-seller más popular al libro especializado. Es evidente, son países ricos y lo que me sucede como visitante es que al haber estado sometido a una larga exposición al subdesarrollo, el paisaje de libros me afecta intensamente como si se tratara de la naturaleza expresándose en el «sublime económico». Sin embargo, a pesar del shock, he sido capaz poco a poco de aventurarme en zonas desconocidas. Cómo lo he conseguido, simple, desarrollando nuevas estrategias de adaptación (como diría Darwin) apenas veo el nombre de un autor que conozco me lo salto o inicio la búsqueda leyendo sólo los títulos y después el autor, o sigo a otros clientes como si se tratara de brújulas vivientes.

Tengo la costumbre de seguir el orden alfabético de los autores cuando visito una librería, según el ordenamiento bibliográfico tradicional y es eso lo que trato de evitar. Esta vez no necesitaba nada especial, quería recorrer con la vista los títulos, sentir el placer de pasar de uno a otro, deslizándome por el tobogán de las asociaciones. No sé lo que hay dentro de los libros, sin embargo éstos dejan entrever parte en sus títulos así como en su aspecto externo. A veces, en seguida descubrimos que no había nada de lo que imaginamos dentro, pero eso ya es otra cosa.

Aparte —un chiste posible— «Literatura Comparada es el estudio de lo que hay dentro de un libro comparado con lo que su título suponía».

Decidí recorrer los treinta metros siguiendo la disposición de arriba abajo, es decir, primero la primera fila y así sucesivamente. Un metro de libros cuyos autores comienzan con la silaba Ab, luego Ar, Be, Bu, Ce, etc. Fantástico, un título y luego otro y otro, como si se tratara de cuadros en un museo. Un título, una imagen, una asociación y por cierto un salto, casi un crujido, provocado por los títulos inoportunos, poco sugerentes, o los colores absurdos de algunas cubiertas (reservo el tema para otra nota). También están los libros perdidos, cambios bruscos ocasionados por otros clientes que distraídos o aburridos dejan el libro que tomaron en cualquier parte; o la irrupción violenta de la imagen elocuente de una cubierta que supera ampliamente el contenido y el título, un cuadro que he visto en otro libro, una fotografía. Fue así como un día caí en la letra D, más bien una extraña clasificación que tienen en esta librería en la que De es considerado la silaba inicial de los autores con apellidos compuestos. En fin, fue así como di con un libro de Alain de Botton, «Consolaciones de la Filosofía» (The consolations of Philosophy, 2000). Tomé el libro porque la traducción italiana está editada por Guanda y la cubierta la había diseñado Guido Scarabottolo un verdadero genio del género «cubierta de libro». El volumen además tenía imágenes en blanco y negro entre los textos, cuestión que me recordó a las novelas de Sebald o los libros de Le Clézio (el misterioso nobelista, por el Nobel, claro). De Botton logró cautivarme con su prosa llana e irreverente en cuanto a algunos temas que han ocupado a la filosofía durante el último siglo y que logra reconsiderar con desenvoltura y agudeza. Lo compré y apenas lo terminé, partí a la librería a comprar otro. Esta vez me decidí por «Arquitectura y felicidad» (The architecture of happiness, 2006), donde aplica con magistral inteligencia un principio estético concebido por Stendhal, bastante descuidado por los teóricos del arte y la estética contemporánea, y que resulta clave para salir del callejón en el que Kant nos dejó hace más de dos siglos. La sentencia de Stendhal es genial en su simplicidad: «La belleza es una promesa de felicidad». Sin duda la felicidad es un excelente criterio para liberarnos de la condena de la noción de gusto de una vez por todas, ya verán como algún día el sofisma del gusto se extinguirá.

De Botton propone un panorama ecléctico del desarrollo de la arquitectura. Seguramente un arquitecto contemporáneo considerará que es de un nivel de conservadurismo, anacronismo y clasicismo absurdo para nuestros tiempos. Sin embargo, se atreve a proponer comparaciones interesantes y sugiere asociaciones visuales y conceptuales que dan que pensar y que lindan con los tabú más delicados de nuestro siglo. Para los que creen que la critica siempre es política, la de ellos y sus amigos, De Botton parecerá la reencarnación del Burgués abstracto al que los intelectuales más fundamentalistas temen como si fuera su propio fantasma. Término que usan como insulto, como si se tratara del peor de los improperios. No saben que para los que venimos de lugares donde la educación y la salud se pagan, la condición de burgués es una esperanza a la que se aspira y espera. Las palabras de De Botton resultan especialmente inspiradas en ciertos aspectos de un cambio que quisiera imaginar como posible para la arquitectura y el urbanismo.

La semana que terminé de leer el libro sobre arquitectura tenía que viajar en tren al menos doce horas para llegar al otro extremo de Italia, fue entonces cuando decidí emprender la travesía junto a otro libro de De Botton, «El arte de viajar» (The art of travel, 2002). En general no leo sucesivamente tres libros de un autor —salvo excepciones como cuando descubrí por primera vez a Borges, Yourcenar o Proust— sin embargo me esperaban veinticuatro horas de tren y De Botton permite esta especie de fidelidad porque en su prosa hay una proporción entre lo que prometen sus títulos y lo que entregan sus textos. En un cierto sentido haber llegado de esta manera a De Botton es como visitar un lugar, claro que, a diferencia como ocurre con algunos viajes, así como con otros libros, las expectativas se cumplen. En fin, estas son las sorpresas que nos depara no seguir el orden alfabético, se conocen nuevos autores, nuevos lugares.

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